NOCHE DE SOLSTICIO

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                    NOCHE DE SOLSTICIO



   En lo que no se ponían de acuerdo en el vecindario era sobre el género ni sobre el color del aura de aquel espíritu que anualmente acudía a la cita puntualmente. Pero nadie dudaba de que se apoderaba febrilmente de los corazones de la gente del barrio, de manera idéntica a ese otro espíritu más comercial y cosmopolita, el de las navidades.
Era la noche del solsticio de verano. Aquí llamada la noche de Sant Joan.
Con diligencia, los niños, los abuelos, muchas y muchos vecinos bajaban los muebles y algunos otros viejos enseres y formaban una montaña en el centro de los cruces de aquella parte alta del Eixample, donde la cuadrilateralidad urbanística se repetía como un calco en tinta, manzana tras manzana. Por unas horas, todos parecían ansiosos de declarar definitivamente superado el tiempo del predominio de la oscuridad dueña de los relojes, del tiempo de los fríos y de las largas horas en el interior de los hogares: el alborozo de la luz y del calor se enseñoreaba de los corazones.
Ya antes de que la última luz cortase el horizonte por el oeste, los jóvenes y los no tan jóvenes, particularmente los niños, llevaban las últimas sillas rotas y algunas estanterías carcomidas a lo más alto o los costados de la gran pira formada uno a uno por periclitados muebles, condenados a representar el pasado ante el que ya no se quería rendir tributo. Los deseos eran de un futuro limpio de augurios, de las viejas sombras fantasmales; todos querían que el fuego y el ruido de los petardos, las asombrosas composiciones de llamas y estrellas de colores tomaran la noche por asalto, retando a los dioses nocturnos con las voluntades radiantes de la gente común. Un antiquísimo ritual barría por unas horas el ritual viejo de las telarañas y la grisedad del día a día, el ruido de las cadenas y de los grilletes oxidados.
La larga noche del solsticio, el champán y las cocas de piñones, de frutas, de briox, se repartían alegremente con la banda sonora de los fuegos artificiales.
Al día siguiente los paseantes festivos miraban los restos ennegrecidos, el pequeño montón de cenizas en que se habían convertido los viejos compañeros de madera con los que habían convivido tantos años (¿no había cierta nostalgia melancólica, cierto arrepentimiento ante el resultado del impulso de la vida que acarreaba a su vez la necesidad de desaparición y la muerte?).
El templo de la celebración del solsticio de verano quedaba convertido en un gran círculo oscuro de asfalto rugoso deshecho por el vigor irresistible del fuego sacramental y del espíritu inmemorial de las gentes. El dios Baco sonreía ingenuamente deleitándose por su efímero triunfo.



                      (Historias de la calle Córcega)


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