ASÍ SON LAS COSAS. 2)

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                      ASÍ SON LAS COSAS

                                   2)


   La señora Rogelia tenía un pequeño huerto; un huerto más bien raquítico, cercano al río Guadalgimbre. Estaba sacando unas cuantas patatas para el cocido del día. Con la pequeña azada hurgaba en la pobre y seca tierra rojiza, tiraba de las ásperas hojas, sacudía los irregulares frutos y retiraba con los dedos la tierra adherida.
Holgazán, el delgado galgo ya entrado en años descansaba bajo el olmo y se distraía olisqueando el aire mañanero; de vez en cuando lamía su hocico negro y ventilaba la larga lengua rosada con una mancha oscura alargada a un lado. El rumor del río y el canto de los jilgueros otorgaban un aire bucólico al bien amanecido jueves submesetario de la comarca.
—Buenos días nosdedios.
Era la voz de Maruja, la de los Rubios. Pasaba con un par de cubos en dirección al río. Había visto a la Rogelia encorvada sobre la tierra, con su vestido negro y su luctuoso pañuelo a juego en forma de pico sobre la nuca. Observó silenciosa los movimientos dificultosos de la otra. Cuando su perezosa mente hubo procesado la situación es cuando se decidió a revelar a la Rogelia su presencia.
—Buenos días, señá Maruja. ¿A por agua?
—Es pa los cochinos —responde la Maruja
Se hace un silencio pautado, rutinario, pero algo más largo que lo que las normas de la educación y cultura del lugar consideran naturales; de la hechura conspirativa a la que la costumbre tiene por preámbulo de las confidencias secretuales dichas a media voz, en susurros, entre sombras y miradas de desconfianza; también hay oculto un pegajoso narcisismo en la protagonista de los arcanos revelados.
Holgazán se rasca vigorosamente los flancos, para echar de sus magras carnes alguna garrapata insistente.
—¿Ya sabe lo de la Zucena? —Hay un tono de alegre maledicencia en las palabras alargadas de la Maruja.
—¿La del Isidro? —pregunta la Rogelia, dejando caer la oxidada azadilla a un lado, sosteniendo dos patatas que cuelgan de sus hojas estrujadas en la mano.
—Sí —En los labios de Maruja queda pintado un rictus apretado en los resecos y cuarteados labios que siempre fueron así—. Ella que parecía una mosquitamuerta...
—Pues, ¿capasao? —La Rogelia se rasca la cadera izquierda. Los ojos están abiertos como los dientes de un cepo.
—El Pepe... —Hace una pausa para ganar en protagonismo con los segundos de intriga. Mira fijamente a Rogelia, a la que siempre consideró malamente, despectivamente, para ser justos. Sigue—: lavisto coger el coche de linia.
—Ah..., sí ...—dice la otra disfrutando de la chispeante confidencia.
—¡Con una maleta grande y otra pequeña, sabusté!
Por dentro, la Rogelia no cabe de gozo; un gozo malicioso, como un júbilo triunfal que le asegura haber sido una mujer como diosmanda, honesta. Escucha con la seguridad serena de una Sibila dotada del prestigio de la infalibilidad.
—Siempre me pareció una pelandusca.
—Ya ve, ya ve... —confirma la Maruja—. Si ya lo decía yo. Se la veía con mucho libro... —Las manos revolotean en el aire como martillo de confirmación de sus palabras.
—Pero, ara que pienso... ¿no andaba liá con el Germán? ¿No sablaban desdace años? —dice Rogelia.
—Mejor pal Germán, ya ve.
—Si es lo que yo digo...¡quién anda mal... mal acaba.
La Maruja se da la vuelta y vuelve al sendero pedregoso, arrastrando los pies.
—Ta luego, señá Maruja.

Azucena baja del autocar. Siente la espalda rota del dolor de los asientos de escai semirrajado. Valentín, el chófer, la ayuda a bajar las maletas. Da las gracias y echa un vistazo a los altos edificios, a las gentes apresuradas por el paseo de la Castellana, el sonido de la circulación molesta a sus oídos, acostumbrados a la calma del pueblo.
Da un profundo suspiro, vuelve a mirar la dirección escrita en un papel que su amiga Rosario, la boticaria le dio dos días antes. Ve el semáforo en verde y cruza la avenida hacia su nuevo destino.


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