Una y otra vez...

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Como cada mañana a las seis, subes al tren y te embarcas en el mismo trayecto que te ha visto cubrir tantas veces cada madrugada. Como único equipaje, llevas tu maleta de siempre, esa valija grande de color marrón oscuro cuarteada y casi rota por el intenso uso que le has dado a lo largo del tiempo.

Cuando accedes a la entrada del vagón núm. 8 (el de siempre), marcas en tu cara con egocéntrico triunfo esa media sonrisa que hace sentirte seguro, casi especial, como si fueras un personaje de Humphrey Bogart dispuesto a interpretar su última película y se queda quieto en el umbral a la espera de que la rubia dama se lance en su busca y caiga en los brazos de ese macho tan fetén.

Suspiras un momento y oteas los asientos; eliges la bancada de la entrada para dominar mejor el fondo del vagón y te sientas junto al pasillo parándote a observar por un breve momento las vulgares caras de esas gentes que, como tú, son prisioneras del tiempo, de ese mismo tren, de ese viaje que marca también su especial trayecto y se cruzan contigo todos los días.

Todos los días…

Y aún no saben nada.

Todos parecen estar sumidos en sus pensamientos, en sus problemas cotidianos.

Suena el silbato, profundo y sibilante, como siempre…

Son las seis catorce e inicia su marcha el convoy con ese mismo y pesado arranque que su máquina tractora viene repitiendo a esa misma hora hasta la saciedad.

De nuevo miras tu reloj con perplejidad y notas en tu interior un dejà vu que lacera cada uno de tus sentidos. Esperas que trascurran otros diez minutos e ignoras la presencia de la vieja dama sentada frente a ti. Te ha pedido excusas para acomodarse y tú no has tenido siquiera el valor de mirarla a los ojos…

Ya no te avergüenzas, no tiene sentido a estas alturas.

Miras otra vez tu reloj y, cuando el tren alcanza la altura del puente sobre el río, abres tu maleta, sacas con premura aquella metralleta tan voraz de sangre y dolor y disparas mil ráfagas de su lacerante fuego quebrando sus vidas de cuajo… Diez, veinte, treinta de aquellos seres inocentes caen ensangrentados en el suelo del vagón, víctimas de tu odio hacia la humanidad, de esas ideas que bullen en tu intoxicada mente.

Alguien usa el freno de emergencia... Todo se bambolea mientras los cuerpos se entrecruzan en el aire chocando y mezclándose entre tanta sangre derramada... Gritos de dolor de los que aún no han muerto, lamentos por doquier y el tren descarrila cayendo por el puente al vacío.

¡Qué locura, Dios…! ¡Qué locura!

****

Son las seis.

Hoy hace treinta años que llevas tomando el tren de las seis catorce y es tu aniversario.

Una vieja dama sentada frente a ti se excusa pidiendo tu atención y te hace entrega de un horrendo pastel coronado por treinta cirios de negro azabache del que toma antes un pequeño trozo lleno de gusanos.

¡Oh, joder…! ¡Todo se repite, punto por punto!

De nuevo te das cuenta de que tu tiempo es un bucle infinito de brutales muertes, un papel macabro que fielmente interpretas sin necesidad de guion ni golpe de claqueta.

También tus víctimas cumplen su papel a la perfección.

Pero todavía no te has dado cuenta de que estás muerto en vida, que ese dolor de tu repetitiva muerte es tu penitencia y que jamás habrá para ti un fin misericordioso, porque, aun siendo un fantasma, seguirás matando in eternum a esos mismos fantasmas que no admiten olvido ni perdón…

Y tú seguirás matando y muriendo con ellos en ese mismo tren… Una y otra vez... Una y otra vez...


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