ENTREGADA (1)
Como era preceptivo, Von Lester entró por la ventana más alta del castillo. ¿Cuándo lo hizo? Como marca la tradición: un segundo después de las doce de la noche. Una noche de lluvia intensa y extensa, que cubría toda Transilvania, con truenos tronando y rayos iluminando el valle, bajo las montañas rocosas y picudas...el escenario esperado, constatado las ilusiones de la ilustrada hija de Ferdinand Hrischy, Gertrude.
Obsesionada con la historia familiar y las tradiciones sangrientas y fantasmales de la región, había estudiado detalladamente toda la historigrafía existente por todas las bibliotecas, acerca del vampirismo, recibiendo en su lujoso despacho de la capital a todos los testigos y escuchando atentamente todos los testimonios relacionados con las acciones vampirescas.
Una tarde de junio, su secretaria le comunicó la llegada de un hombre joven —muy apuesto y varonil, le dijo con los ojos como platos y un brillo lascivo— que quería entrevistarse con la letrada —así, literalmente—. Gertrude se mordió el labio inferior, dejó caer las gafas sobre su busto, suspendidas por las cadenillas doradas de las patillas. «Hazlo pasar, Clementine», dijo.
Cuando la secretaria se giró hacia la puerta, Gertrude se compuso las solapas de su chaqueta azul oscuro y alisó sus cabellos negros como una noche de agosto centroeuropea.
Clementine abrió nuevamente la puerta y dejó pasar a un hombre alto, de pómulos salientes y nariz algo afilada, lo suficiente como para no parecer un actor dramático, y tampoco tanto como para poder adjetivarlo de feo; canoso en la medida de proyectar una imagen interesante y señorial, con la raya en medio de los cabellos y unas orejas de lóbulos algo encarnados, labios carnosos y barbilla con un seductor huequecillo. Vestía una cómoda chaqueta esport, bajo la cual lucía una camisa blanca lo bastante holgada para dejar entrever por la abertura del cuello una masculinamente sensual mata de vello ensortijado, pantalón de estilo vaquero pero de confección lujosa y zapatos marrón claro, de punta.
—Buenos días —dijo el recién llegado—. Soy Rudolf Von Lester, conde de Karlsbaden.
Gertrude Hrischy bordeó la mesa y se acercó al conde con la mano extendida cordialmente. Von Lester la tomó delicadamente en la suya y la colocó boca arriba, se inclinó levemente y la acercó a sus labios sin llegar a rozarla, en señal de ósculo respetuoso. Gertrude notó en su apretado pecho un salto seguido de un raro cosquilleo. Se alejó volviendo al otro lado de la mesa y le hizo un gesto al conde para que tomase asiento.
Von Lester tomó asiento. Entonces Gertrude vio que llevaba una cartera voluminosa, que el visitante depositó sobre sus piernas educadamente cerradas.
—Verá, señorita Hrischy...
—Señora —corrigió ella—. Señora Janovich. Estoy casada con mi marido, Dedalus Janovich.
—Ah, perdón, señora Janovich. Como le decía, he tenido noticia de su interés por el tema del vampirismo —la mujer asintió—. Le traigo una serie de documentos; no son todos los que poseo, para que los estudie detalladamente —dibujó una pequeña curva en los labios a modo de sonrisa deferente—. Son originales, señora Janovich. Se los dejo a usted en calidad de préstamo, y más adelante los recuperaré, cuando usted los haya estudiado. Sé que estarán en buenas manos.
Dicho lo cual, el conde Von Lester dejó la abultada cartera marrón oscuro sobre la mesa, se levantó y con una casi imperceptible inclinación se dirigió a la salida. Gertrude Hrischy, la esposa del financiero Janovich se levantó a su vez y se despidió:
—Hasta pronto, señor conde. Me comunicaré con usted.
Von Lester de volvió y, está vez con una amplia sonrisa, repuso:
—No se preocupe, señora Janovich; seré yo quien se pondrá en contacto con usted —y abandonó el lujoso despacho.
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