ENTREGADA (2)

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                       ENTREGADA (2)

 

   Gertrude Janovich de quedó de pie unos instantes, con la vista fija en la cartera y un presentimiento que despertó  su interés por la visita del conde; algo más... una inquietud interior, interna, desconocida.

Junto a la chimenea del hogar que chisporroteaba y despedía calor generosamente por toda la gran sala de la mansión, Gertrude Hrischy iba leyendo los documentos y mirando las fotografías, que Von Lester de dejara en el despacho. Realmente no podia concentrarse en todo ello. Comenzaba a leer y su mente se perdía, una y otra vez. La figura, la voz, la mirada, el perfil de los labios del conde, intermitente y constantemente, aparecían en primer plano, sobre las páginas, reflejándose en el brillante esmalte de las viejas fotografías en blanco y negro.
Gertrude, que no tenía hijos, se había casado con Janovich sin amor, por puro y cínico interés; lo que fue mutuo por el lado del financiero. Por lo cual, esa sensación que despertase Von Lester, esa primera emoción no se había traducido de inmediato en el reconocimiento de saberse enamorada del conde. Pero, era eso: amor. Un amor instantáneo al que acompañaba junto al fuego una tensión también sensual; algo que la mujer desconocía hasta entonces.
Al sentirse vencida por el cansancio, Gertrude avisó al servicio de se retiraba y fue a su habitación en el piso superior. Se desvistió, se aseó y se puso sobre el hermoso cuerpo desnudo un ligero negligé de encaje negro, que dejaba transparentar la sombra del vello púbico y la circunferencia de sus pezones oscuros deliciosamente visibles.

Se metió en la cama y entornó los ojos. La vista externa dejó paso a las visiones internas, en las cuales la conversación con Von Lester se alternaba con el recuerdo de algo de lo que no había sido consciente hasta este momento: la mirada profunda y melancólica de las pupilas del conde. Rememoró la figura de Von Lester, sus rasgos, su esbeltez, la manera de estar sentado con las piernas juntas, su forma de caminar al.llegar y al marcharse del despacho... Gertrude inconscientemente llevó sus manos a los pechos, acarició los pezones, jugó con el rizoso vello púbico...
Gertrude oyó la llegada de la tormenta, los destellos de los rayos en el cielo ya de medianoche. Una fuerte rafaga de viento. La ventana se abrió de repente y, con la misma fuerza del viento, volvió a cerrarse. Una sombra en el techo del dormitorio y...
Lo vio. No sintió miedo; tampoco sorpresa. Era algo imaginado, presentido, esperado, soñado. Él se acercó a la cama y se quedó mirándola. Gertrude retiró las sábanas sonriente.
—Soy tuya, te pertenezco —le dijo.
El conde se sentó al lado de la mujer. Ella se semiincorporó.
—Me gustan tus pechos —dijo él con los ojos fijos en las dos turgentes y firmes masas de los senos de Gertrude. Ella deslizó la suave prenda desde los hombros y quedó desnuda frente a él, con sus ojos cerrados.

Von Lester la toma entre los brazos. Su cara refleja una triunfal beatitud que quiebran sus ojos, de los que se desprende un fuego febril. Esos ojos chispean mirando el blanco cuello de Gertrude. Un rictus transforma las facciones del conde intruso cuando se inclina sobre el blanco cuello de Gertrude, cuyos entregados brazos enlazan su cuerpo con el de él. Von Lester, con un rápido arco plateado secciona la carótida, de la cual brota un chorro de sangre ancho, rojo claro y caliente. El conde vampiro abre su boca y bebe largos sorbos del líquido vital, que escapa a borbotones del cuello de la mujer. Sus brazos exangües se deslizan y quedan colgantes a cada costado. Von Lester apura el fluido cada vez más escaso y espeso. Luego deja caer el cuerpo exánime y ya sin vida sobre el frío lecho.
El conde sorbe de sus labios hasta la última gota de la sangre de Gertrude. Nota un leve mareo y un creciente sopor, que atribuye a la rápida ingesta de la sangre de su víctima. Es entonces cuando repara su atención en un vaso que reposa en la mesilla de noche. El vaso muestra una ligera pátina blanquecina. La cabeza le da vueltas. Olfatea el vaso...., un suave olor a almendras... ¡Cianuro!, musita, antes de caer como un plomo sobre el cuerpo de Gertrude Hrischy, que nunca fue Gertrude Janovich. Los dos cuerpos quedan enlazados inertes para siempre.

 


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