LA RATA

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                              LA RATA

     
     Rodrigo tiene un hablar pausado. Nos hemos encontrado en una estación de la línea V del metro de Barcelona, la de Sagrada Familia, cuando me dirijo a la calle Córcega. Rodrigo es un hombre mayor. Lo conozco hace muchos años.
«Fue cuando aún no estaba asfaltada del todo la calle Montseny», comienza a relatarme la anécdota que me comenta.
«Las calles estaban llenas de polvo y tierra rojiza. Era verano y hacia un calor terrible..., el calor pegajoso de Barcelona, ya sabes. Los obreros municipales ya habían terminado su larga jornada laboral; se habían marchado y había maquinaria y herramientas pesadas por las esquinas, y baldosas, y tuberías y demás. Las cloacas estaban abiertas, como grandes bocas desdentadas.
»Un aura azulnegruzca iba dejando paso a la noche y la luna creciente se reflejaba en los cristales de las ventanas más altas de los edificios. Testigo silencioso e imperturbable de todo era la fuente de la esquina con la calle Llançá.
»Los vecinos salían de los pisos bajos, colocando las sillitas de mimbre sobre el suelo irregular; otras vecinas y vecinos bajaban también de sus pisos, para aliviarse con el aire de la calle abierta, sentados, conversando, dejando transcurrir las tórridas horas y el húmedo bochorno mediterráneo.»
Rodrigo calla un momento cuando llega el convoy del ferrocarril subterráneo que hace inaudible su voz apacible.
«Pues, yo estaba correteando con mi hermano y otros chicuelos del barrio por las desiertas calles, cortadas al escaso tráfico de aquellos días. En unos de los lados de la calle, en la acera de enfrente estaba sentado uno de los vecinos ancianos, mejor podríamos decir vetusto, con su bastón de madera y su mango curvo. El enjuto hombre permanecía callado, atendiendo la insubstancial charla vecinal, cuando repentinamente, con una agilidad que contrastó vivamente con su provecta edad, se levantó de un salto, igual que si fuera víctima del fuego, chillando y agitando las perneras del pantalón. Todos fuimos presa de expectante agitación por unos segundos, que parecieron un cuarto de hora. Dos vecinos se llevaron al hombrecito hacia dentro del portal de su edificio.
Yo atendía el relato de Rodrigo con tanta expectación como el vecindario presente en aquella escena del pasado. Rodrigo contaba y revivía la situación que adquiría un tono dramático.
«Yo me acerqué —continuó su historia— a mi madre, presa de inquietud y temor. "¿Qué ha pasado, mama?" Y mi madre, que estaba como todas y todos los presentes de pie, apoyada en las paredes de las casas, con una mirada teñida de horror, respondió: "una rata; se le ha subido una rata por el pantalón". Mi hermano que estaba ya junto a nosotros dos tenía los estúpidos ojos abiertos de par en par, al igual que mostraba una boca de pez. Mi madre nos había contagiado su pánico. Otras voces extendían la alarma: "A ver si le muerde...", "Puede tener la rabia"...»
Rodrigo y yo seguíamos de pie, junto a uno de los bancos de granito de la estación. Los convoyes se sucedían en una y otra dirección de los andenes. Transitaban por nuestro lado acelerados y raudos viajeros y viajeras, decenas de turistas confusos, tratando de discernir la salida más cercana para disfrutar de la visión de la única y original catedral, el templo creado por Gaudí, que atrae continuamente decenas de miles de visitantes, ayer como actualmente.
«Pasado un larguísimo rato, que nos parecieron horas, el anciano y su séquito regresaron, como si tal cosa y las charlas pasaron del drama por lo vivido a los chistosos comentarios cómicos y las risas por lo acontecido.»
Rodrigo, ya saliendo ambos de la estación, trató innecesariamente de explicarme lo que a su juicio sucedió aquella noche. Al estar toda la calle en obras, las basuras, en cubos abiertos, estaban a pie de cada escalera de los edificios. Las cloacas eran simplemente agujeros abiertos a la calle y los roedores, escondidos en los pasadizos interiores, salían a las calles en obras buscando alimento. «Ya ves», terminó su anécdota.

En la esquina de la calle Mallorca nos despedimos y quedamos para tomar otro día un café a la salida del trabajo.




                       (Historias de la calle Córcega)


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