TRÉBOL DE CUATRO HOJAS

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   .       TRÉBOL DE CUATRO HOJAS

 

     Orlando salió atribulado de la oficina. Estaba realmente hasta el ultimo pelo de los problemas laborales y de la estulta presión de su jefe. Necesitaba un poco de paz interior y la encontró yendo a la máquina del café de la planta de abajo.

Allí se encontró con Marcela. A ella le ocurría otro tanto. Tenía las pestañas quemadas de tanto introducir datos, establecer parámetros, comprobar líneas comparadas y valorar resultados. Estaba agotada, salía temprano, volvía a casa tarde, dormía lo justo, comía en un santiamén.

«Estoy harta, Orlando», le dijo Marcela con un bufido. Pero en seguida le afloró la sonrisa; una sonrisa tierna, sincera, abierta; con aquellos ojitos castaños que despedían luz y, al mismo tiempo, perforaban los de los demás hasta alcanzar lo profundo del alma. «Menos mal que es viernes», añadió, para luego remover el vaso humeante y espumoso del café que acababa de sacar de la máquina, con aquella figurita blanca en forma de corazón en la superficie.

Orlando había llegado a conocerla tan a fondo como a sí mismo. Coincidían en muchas cosas, discrepaban en algunas, se admiraban mutuamente y... se querían, de alguna manera que sólo los sentidos pueden entender: una forma de pertenencia mutua.

«Anda», le dijo Orlando, «ya falta menos. Hemos pasado el meridiano de la jornada, mujer...». La miró como siempre la miraba. La forma de su frente, el cabello revuelto, aquellos labios suyos inigualables, la barbilla...

Intercambiaron opiniones sobre el último libro, el libro corriente que cada uno de ellos estaba leyendo en el momento, despertando el interés de cada cual por el del otro. Orlando sacó su café, también con el dibujito de nata espumosa en forma de corazón sobre el líquido marrón, casi hasta el borde mismo del vaso, hasta su plétora.

Marcela miró por la ventana y posó su mirada en en el almendro en flor, con la belleza inigualable del comienzo de los primeros días de primavera. Eran sus retoños. Los de ella y los de Orlando. ¡Cuántas veces habían mirado los magnolios y el almendro del parque mientras tomaban el café, apoyados en la repisa, frente a la ventana..!.

Ella apuró el sorbo final del vasito y le dijo: ”Has visto. Está precioso, ¿verdad?». Orlando fijó su mirada en el almendro, porque era el almendro el árbol del jardín que más les gustaba, cuando las primeras y frágiles florecitas comenzaban a desplegar sus alas magenta claro. «Me encanta ver cómo florece», respondió él. Los dos permanecieron unos minutos en silencio, admirando la inconmensurable belleza de la naturaleza, la majestuosidad de la vida, ajena a las miserias de las horas invertidas en la jornada laboral. Ambos habían olvidado los problemas de su quehacer diario. Una vez más experimentaron la comunidad de pensamientos, la cercanía física y espiritual. Sus rostros reflejaban la beatitud oriental del placer de su deseada compañía.

De repente, Marcela miró su reloj de muñeca y exclamó: «¡Ostras...he de subir!». Orlando deslizó su mirada por la piel de ella, fresca e impoluta. Y la vio partir hacia la escalera de mármol blanco. En el segundo peldaño, Marcela se giró levemente sonrió de nuevo y sus ojillos se empequeñecieron, como hacían los ojos de los niños al reírse. «Adios», le dijo, agitando una mano. Orlando suspiró y terminó a su vez el café. Permaneció un rato mirando las cornejas en el parque y las entrañables florecillas del almendro; de ayer a hoy, se dijo, se han multiplicado. Fue a tirar su vaso a la papelera y entonces vio que Marcela había olvidado el suyo. Lo cogió también. Sin saber por qué sus ojos trazaron la circunferencia del borde, allí donde los labios de Marcela habían recogido el líquido caliente. Introdujo el de ella sobre el suyo y los dejó caer lentamente al fondo del pequeño contenedor de plástico. Volvió a a suspirar y se encaminó hacia la escalera.

Volvió a su despacho y se sentó a la mesa. Su ánimo había recuperado la tranquilidad interior y ya no se sentía agobiado por la faena. Movió el ratón y la pantalla centelleó. La hoja de cálculo y sus celdas de diferentes colores, repletas de datos en sus columnas y líneas, reclamaron su atención, aunque... un recuadro blanco le advirtió de la llegada de un mensaje de Marcela. Pulsó sobre el aviso y vio un único párrafo del correo. Leyó:

«Tu amistad es como un trébol de cuatro hojas: raro y valioso. En cada encuentro, descubro la suerte que traes a mi vida. Eres un refugio confortable en días grises. Un destello de alegría y risas que ilumina mi camino cada día. Gracias por ser ese hallazgo inesperado que siempre atesoraré.»

Orlando se reclinó sobre la pantalla y leyó varias veces el mensaje , esbozó una sonrisa de oreja a oreja y notó como sus bronquios se llenaban de oxígeno que sólo dejó salir muy, muy lentamente.

 

 


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