ISABELITA

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                           ISABELITA



   La recuerdo perfectamente; con una claridad absoluta. Isabelita; se llamaba Isabelita. Sí, tenía la piel muy blanca, el cabello rubio con rizos, los labios rosados y unos infrecuentes ojos azules, que eran envidiados con la indiferencia inconfesa de los secretos mezquinos del alma humana y las miradas huecas. A veces los miedos se tratan de conjurar con la invisibilidad de aquello que nos atemoriza.

Mi recuerdo me trasladó a aquel día. Fue en una fiesta familiar, navideña, creo... Sí; era el día en que se entregan los regalos a los niños, al final de las festividades, el día de Reyes. Y estábamos en la casa de Librada —así la llamaban o se llamaba así; estoy seguro, sí: era su nombre—, de la parte del encuadramiento familiar de mi madre. E, Isabelita, ¿era hija de ella o no? Eso no lo puedo afirmar. Vagamente recuerdo a un señor, un señor con bigote negro, bien vestido, ¿Pascual? ¡Ah, la niebla de los años transcurridos...!
Isabelita vestía un lindo vestidito blanco. En otras ocasiones —pocas, escasas; eso fue antes de que los tentáculos de mi familia paterna se cernieran sobre todas las relaciones, sobre todo lo que era propio de mi madre y de sus lazos familiares, con afán de cercenarlo. Es decir, la encontramos por la calle, no en reuniones familiares. No, nada de aquello; "aquello", sí, era ya otro pasado, uno reciente, directo, pero que ya no volvería— la recuerdo igual, pero con un vestido rosa.
Ese día, el de Reyes, entre el humo de los cigarrillos y los puros asignados a festividades especiales, con el olor de la comida, de los rustidos, de las gambas, de los pasteles de chocolate, de la muy diversas gana de licores, del juego de la lotería familiar, con el bombo de radios de hierro y las bolas de madera... de los gritos y carreras de nosotros..., los niños. Sí, los regalos. Con la ritual dicotomía niña-niño las muñecas —para mis ojos, horrendas, despertando el rechazo en mí, con aquellas barriguitas de imitación, ojos que se volvían hacia dentro, en aquellas cavidades de plástico endurecido, los ombligos salientes, las manos rígidas con los dedos abiertos, los muslos regordetes...—, y los cochecitos dirigidos por baterías, un xilófono, un fuerte con empalizada de madera y unas guitarras de espantoso sonido metálico... La fiesta, los Reyes; una mentira que dura tanto menos que los sueños.
Para los niños, exentos de la malicia competitiva y de los tintes de marginación de todo cuanto es diferente, Isabelita no era distinta salvo en sus manos. Eso no la hacían aparecer ante nosotros como un ser inferior o deficitario; sencillamente eran las manos de Isabelita. Eran unas manos ausentes, una curiosidad, que apenas se convirtió en una pregunta: ¿qué le ha pasado? Un interrogante inocente hecho a los padres, apagado por estos como si fuera algo prohibido. «Nació así», fue la respuesta.
Isabelita no tenía dedos en sus dos manos. Debía ser algo de su gestación, de su desarrollo embrionario, fetal. Isabelita no tenía por ello un comportamiento tímido o retraído; jugaba con todos nosotros sin dar muestra alguna de introversión. Se manejaba perfectamente con los pequeños muñoncitos de los nudillos. Eso era todo. Ella participaba y se divertía en los juegos como los demás.
Como yo era un niño, sí, yo sí, introvertido y reflexivo, y ya entonces un voraz lector, un observador que Charles Darwin habría alabado, me sitúe espiritualmente en, al lado de, cercano a Isabelita. Sentía una atracción hacia ella, algo en ella que me reclamaba.
Mis lecturas de historias románticas, que no podían ser asimiladas más que superficialmente, se proyectaban directamente en ella. Encontraba adorable aquella sonrisa abierta, indiscriminada, espontánea.
¡Qué poco duró aquello! ¡Qué traición a los lazos familiares!
Ahora, muchos años después, me pregunto que habrá sido de ella, cómo habrán transcurrido sus años. ..Y, no obstante, cómo ha recibido y florecido en el árbol de mi memoria el fruto de su recuerdo.




                       (Historias de la calle Córcega)


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