TASADO

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                            TASADO

 

   Un día apareció Rafael en nuestras vidas. Contratado sin contrato por mi padre, para ayudar en el negocio con las tareas menos duras, aunque más bien escasas.
Rafael era uno de esos hombres corrientes, sencillo y elemental, primario, para entendernos; aunque no exento, en absoluto, de sensibilidad y emociones hondas.
La vida le había llevado dando tumbos, como tantas vidas, dejándose llevar por caminos tortuosos y la pérdida de sí mismo, hasta convertirse en lo que mi padre, que estaba convencido de ser un hombre "como se debía de ser", pagado de sí mismo, con todas las facetas del macho celtibérico más odiosas, llamaba "un tarambana". Ese discurrir por la vida sin un propósito definido, sin objetivos y principios volubles le llevó a alistarse en la Legión española.
Cuando llegó a la calle Córcega tenía el lado derecho del cuerpo visiblemente paralizado y caminaba con alguna dificultad; pero no le impedía llevar una vida autosuficiente ni le imposibilitaba realizar sus tareas diarias. Él mostraba las heridas y recosidos sobre el brazo y el abdomen como prueba del origen heroico de su estado de menoscabo en la salud.
Su carácter apacible y su conversación eran francas y directas y, en ocasiones, desvelaba una profunda filosofía de la vida que sobrepasaba el pragmatismo habitual en muchos otros hombres; incluso había en él un deje de melancolía tintado de tristeza. En más de una ocasión pude observar una mirada bonachona, que recordaba la forma en que un niño prestaba atención a todo cuanto le sorprendía del mundo que le rodeaba y no podía comprender.
Eso era cuando estaba apoyado en la pared exterior de la puerta del negocio de mi padre. Allí parecía algo mimetizado con el mármol que recubría la pared, como un lagarto inmóvil pero cuyos sentidos captan cualquier pequeño movimiento. Con el cigarrillo entre los dedos, su mirada iba de la entrada de la Iscla Soler al chaflán de la calle Nápoles; sus ojos recorrían admirativamente las figuras femeninas que pasaban por la acera de la calle Córcega y se apiadaban generosamente de la hija del señor y la señora Soler, allí sentada entre ambos, en su silla de ruedas. Parecía conocer todas las miserias de la vida y participar del desamparo de los débiles. Después se giraba con dificultad y entraba con paso lento y algo mecánico para reemprender sus funciones.
Una mañana, Rafael estaba en la oficina, sentado frente a mí y me contaba alguna anécdota sobre su curriculum. Lo hacía pausadamente, como si se hablase a sí mismo, sin denotar importancia alguna a lo que eran para él, sin duda, avatares del acaso. Yo escuchaba con atención las experiencias de aquel hombre con el que tenía poco en común, pero al que respetaba profundamente. Fue entonces cuando, llegado un grado de intimidad humana entre los dos, señaló el tatuaje literal de su brazo y me reveló el arcano de una inscripción que yo había visto infinidad de veces y nunca había intentado averiguar.
Eran una palabras enigmáticas: «madre, tasado».
Rafael tocó el substantivo "madre": es a quien más he querido, me dijo mirándone con emoción controlada; después, recorrió la otra palabra, sus labios la recitaron. Quiere decir, me explicó con la mirada arrebatada de recuerdos hirienteses lo que el entendía como un astuto secreto:
Tres  Años Soledad  Angustia  Dolor Odio   La clave para descifrar aquel tatuaje se encontraba en su período militar, los tres años que pasó en África, sirviendo en la Legión, que le marcaron definitivamente, tanto físicamente como en el orden psicológico.
 
Ahora, me pregunto que habrá sido de él y si finalmente encontró otra clave, la de entender que el sentido de la vida consiste en seguir adelante, sin dejar que las penalidades nos condenen a revivirlas constantemente.
 
 
 
                       (Historias de la calle Córcega)


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