En el corazón de Lyon, entre calles adoquinadas y fachadas de tonos cálidos, se encuentra Le Quartier Saint-Éloi, un barrio pintoresco donde la tradición y la modernidad se entrelazan en perfecta armonía. Aquí, la vida transcurre con una elegancia pausada, entre plazas arboladas, mercados de productos frescos y pequeñas boutiques artesanales que evocan el auténtico espíritu francés.
En una esquina soleada de la Rue des Tilleuls, el aroma irresistible a pan recién horneado guía a los transeúntes hasta La Petite Miette, una boulangerie acogedora donde siempre hay una sonrisa esperando. Élodie, con su delantal impecable y su trato afable, es el alma del negocio: atiende la caja, aconseja a los clientes indecisos y recuerda los pedidos habituales de cada vecino. Es su marido, Jean-Marc, quien madruga cada día para amasar la masa perfecta y hornear las baguettes doradas, los croissants crujientes y el brioche de mantequilla que se deshace en la boca.
Cada mañana, los fieles del barrio hacen fila frente al mostrador de madera desgastada, donde Élodie, con su voz dulce y ligera, intercambia bromas y confidencias mientras envuelve los pedidos en papel kraft. Los ancianos del barrio se quedan un rato a charlar, los niños se estiran para ver la vitrina de dulces, y los jóvenes trabajadores se llevan su café y su pain au chocolat antes de empezar el día.
Por las tardes, la Place Saint-Éloi se llena de vida: los cafés sacan sus mesas a la acera, los niños corren entre las fuentes y un acordeonista toca melodías nostálgicas. Y siempre, en el aire, flota el perfume cálido del pan recién hecho, un recordatorio de que, en este rincón de Lyon, los pequeños placeres son los que hacen la vida más hermosa.
El reloj de pared marcaba las 21:17 cuando Élodie echó un último vistazo al interior de la boulangerie. La luz cálida de las lámparas colgantes suavizaba las sombras de la tienda vacía, impregnada aún del aroma a pan horneado y vainilla. El último cliente se había marchado hacía rato, y ahora solo quedaban ella y Louis, el muchacho nuevo que Jean-Marc había contratado hacía un par de semanas.
Ataviada con un vestido rojo de satén, con un escote sutil pero suficiente para insinuar las curvas que habitualmente ocultaba bajo su delantal de trabajo, Élodie sacó el cajón de la caja registradora y comenzó a contar los billetes con la destreza de quien ha hecho esto cientos de veces. A su lado, Louis pasaba la escoba con movimientos pausados, pero sus ojos volvían una y otra vez hacia ella, como si cada gesto suyo lo hipnotizara.
No era difícil notar su mirada. Élodie la sentía deslizándose por su cuello, por sus hombros desnudos, por el brillo de sus labios. Y no podía negar que le gustaba. Le gustaba sentirse observada. Le gustaba sentirse deseada.
Jean-Marc ya no la miraba así. Hacía meses, quizá años, que no la miraba de ninguna forma. Siempre encerrado en la cocina de madrugada, siempre con la cabeza en el negocio, en la masa madre, en las cuentas. Cuando llegaba a casa por la noche, agotado, apenas le dedicaba un beso distraído antes de meterse en la ducha y desplomarse en la cama.
Y Élodie era aún una mujer joven. Una mujer que extrañaba el fuego de una mirada ajena recorriendo su piel.
—¿Todo bien, Louis? —preguntó con naturalidad, sin dejar de contar el dinero.
El muchacho se detuvo por un instante, sorprendido por la pregunta, y carraspeó antes de responder.
—Sí, Madame. Solo… me distrae un poco el silencio —dijo, con una leve sonrisa y la escoba apoyada en una mano.
Élodie alzó la vista y lo miró por encima de los billetes. Louis tenía veintipocos años, con ese aire desenfadado y algo torpe de la juventud, pero también una intensidad en los ojos oscuros que la hacía sentirse… viva.
—Puedo poner algo de música, si quieres —dijo ella, sin prisa, estirándose con elegancia para alcanzar su teléfono sobre el mostrador. Al hacerlo, el vestido rojo se ceñó aún más a su figura. Louis tragó saliva.
—No, así está bien —se apresuró a decir, volviendo a barrer.
Élodie sonrió, divertida. Le gustaba jugar con esa tensión sutil, con esa electricidad flotante. Sabía que nunca cruzaría ningún límite, pero… se permitía disfrutarlo, solo un poco.
Terminó de contar la caja y guardó el dinero en la pequeña caja fuerte que Jean-Marc siempre revisaba por la mañana. Luego, se apoyó en el mostrador y observó a Louis, que ahora pasaba el trapo húmedo sobre las mesas.
—Has aprendido rápido —comentó ella.
—Intento hacerlo lo mejor posible —respondió él, dándole una mirada fugaz antes de concentrarse en su tarea.
Élodie se deslizó hasta la puerta, girando el cartel a "Fermé" con una delicadeza casi teatral. El cristal reflejó la imagen de una mujer hermosa, consciente de su propio poder, y un joven que apenas empezaba a entender la intensidad de lo que sentía.
Jean-Marc probablemente ya estaría dormido cuando ella llegara a casa. Como siempre.
—Cierra bien cuando termines. Buenas noches, Louis.
—Buenas noches, Madame.
Y con el eco de sus tacones resonando sobre las baldosas, Élodie salió a la fresca noche de Lyon, dejando tras de sí el perfume de su piel y la dulce inquietud de una tensión que ambos sabían que jamás se rompería.
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