La Encrucijada de Francisco (2)
Por Luis R.
Enviado el 25/04/2025, clasificado en Ciencia ficción
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A su alrededor, torres se levantaban hechas de mala escritura. Animales sin piel lo observaban como reflejos que flotaban. El cielo era un techo de pupilas que todo lo veían. Cada paso lo enfrentaba a una versión distinta de sí mismo: el niño que deseaba ser monje, el joven que juzgaba el deseo, el adulto que hablaba de compasión con los dientes apretados.
Una voz, sin dueño, le habló dentro de si mismo:
—Aquí no hay dioses. Aquí estás tú... sin excusas.
Quiso hablar, pero sus palabras salieron convertidas en volutas luminosas que se movían en círculos, buscando una verdad que no se dejaba atrapar. Entonces entendió: no era un juicio, sino un estado de comprensión del alma.
Recordó a Transire, la diosa hermafrodita. Y por primera vez, no sintió vergüenza. Sintió... revelación.
La fuente seca se formó ante él, sin aviso. Pero ahora brotaba agua, y no era líquida, sino memoria. Gotas de sus días en la Tierra: abrazos fingidos, silencios valientes, miedos, errores y breves instantes de auténtica entrega. Todo se derramaba desde el cántaro invisible que él había llenado sin saberlo.
Y entonces lo comprendió.
Encrucijada no era un lugar. Era un estado. Era la antesala de la próxima oportunidad.
Su alma, aún temblorosa, proyectó por primera vez un puente. No de piedra, ni de luz. Un puente hecho de decisión.
Y lo cruzó.
El puente no llevaba a un lugar. Llevaba a un momento: el instante en que el alma elige su nuevo cuerpo.
Francisco, o lo que quedaba de su nombre, se desintegró en partículas de intención. Su conciencia, ahora libre del juicio y el dogma, flotó en el Mar de las Posibilidades, donde las almas eligen las lecciones pendientes.
El mar no era agua. Era deseo, deuda, potencial. Era una sustancia sin forma que vibraba con cada decisión no tomada.
Y entonces, él no eligió. Fue elegido.
Un vórtice de luz lo envolvió, y la proyección comenzó: una familia humilde, en un rincón del mundo donde la espiritualidad no se aprendía en templos, sino en la piel curtida por el sol y la risa compartida. Nacería en un cuerpo femenino esta vez, y su nombre sería Lucía. El nombre no importaba. Lo que importaba era la estructura interna: sensibilidad, curiosidad, rebeldía contra toda forma impuesta.
Lucía nacería con una memoria sutil de símbolos que no comprendería del todo: una fuente seca en sus sueños, un rostro andrógino que la visitaría en la adolescencia, y una iglesia que le provocaría risas, no miedo.
Cargaría con una profunda compasión hacia quienes viven en los márgenes del sistema, pero esta vez sin la necesidad de salvarlos. Comprendería que estar presente es más poderoso que predicar.
Tendría un impulso artístico —quizás sería escritora, quizás dibujante— y su obra estaría impregnada de símbolos sin explicación. Hablaba de puentes, de luz líquida, de una estatua con cántaro vacío. Nadie entendería del todo sus metáforas. Pero quienes las sintieran, despertarían algo dormido.
En su nueva vida, no habría púlpitos, pero sí revelaciones. No habría sotanas, pero sí verdades.
Y sobre todo, habría agua.
Porque ahora, la fuente de Transire no estaba afuera. Estaba dentro.
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