Los antiguos griegos, nos legaron la idea de unos entes inspiradores con forma de bellas mujeres a las que llamaron musas, posteriormente poetas, pintores, escritores y todo aquel que se estrujaba el cerebro en busca de brillantes doctrinas que plasmar en papel, o de realizar distintas inventivas; decidieron implorar a estas caprichosas diosas para obtener sus favores y así lograr el culmen de sus más altas aspiraciones intelectuales.
Ocurrió, un día de noviembre de hace unos veinte años!; en un viaje a Madrid con unos grandes amigos. ¡Allí estaba, era ella; era la musa, mejor dicho; era mi musa! Yo no me di cuenta, hasta que paramos a comer a un restaurante a las afueras de Aranjuez. Tras el café y los chupitos me pidieron que les recitara algo divertido, al principio, por supuesto; me negué. De resultas que mi musa me retó:
- No tienes narices (Bueno dijo otro órgano de mi cuerpo que está más abajo, pero en honor al pudor lo dejaremos en el nasal apéndice) a recitar algo a voces y a gritos, como haces en tus representaciones, aquí y ahora mismo.
- ¿Qué no?, ¿Qué te apuestas?
Le dije y contestó:
- No sé, pon tú el premio o el castigo si pierdo.
Inspirado, de repente le dije:
- Si pierdes, nos bailamos un vals en los jardines de Aranjuez. ¿Qué, te atreves tú?
- ¡Hecho!.
Dijo sin pensar tan siquiera en las consecuencias de tan terrible pacto. Y la apuesta quedo sellada con un apretón de manos.
Les recité del tirón algunos fragmentos de la obra de mi ilustre antepasado (en el arte de la escritura obviamente) Don Pedro Muñoz Seca, La venganza de Don Mendo. La cosa fue un éxito, no solo mis compañeros de viaje si no la mayoría de los comensales se partieron de risa entre estruendosas carcajadas, cuando llegue a la parte de . Ah no cifra fatal, no humillareis el valor de Don Mendo; pues todas iguales para mi seréis. Trece, catorce, quince y . dieciséis. y en algún momento temí les terminara por provocar algún atragantamiento y la cosa acabara mal para ellos y para mí, que me veía entre rejas explicando al juez que mi menda no pretendía cargarse al señor orondo de la mesa de la derecha, que había fenecido con un garbanzo fugitivo, escapado a través de la tráquea.
Como fuera, ya digo que todo acabó bien y recogí los aplausos de los presentes e improvisados espectadores de la función. ¡Hasta los camareros nos invitaron a una botella de licor de hierbas!. Pero no era ni mucho menos ese el premio que yo anhelaba. La miré y me miró. Unos instantes, más que suficiente para que mi corazón se desbocara y cuando pensaba que me iba a dar cuanto menos un infarto, sonrió iluminándosele la cara como la de un ángel entre las tinieblas de mis dudas y dijo:
- ¡Venga, vamos a los jardines!
Caía la tarde y el sol se ocultaba lánguidamente entre jirones de nubes, cruzamos parte de los jardines hasta llegar a la altura de una preciosa fuente o estanque, creo recordar que tenían las figuras de dos orondos querubines sobre una enorme concha marina. Se hallaba al final de un largo pasillo con el suelo alfombrado de miles de hojas secas y franqueado por gigantescos árboles, cuyas ramas se encontraban ya prácticamente descarnadas por el paso del implacable otoño. Los tonos otoñales conspiraban junto a la luz menguante del atardecer para crear una atmosfera romántica e irreal, parecida a la misma de los sueños y formada sin dudas por la misma materia de estos y por supuesto, de su misma onírica esencia. Ella se ciñó su bufanda al cuello de forma desafiante y altiva; como si estuviéramos en medio de los salones de un enorme palacio y se echara hacia atrás una especie de chal de un imaginario vestido de noche y se quitó el colorido gorro de lana para soltarse su larga y plateada cabellera rubia. Yo que estaba temblando de pies a cabeza y puedo asegurar a ciencia cierta que no era de frio, la tomé por la cintura con total delicadeza y suavidad y finalmente ella me abrazó pasando sus manos por detrás de mí cuello. Y así amigos y amigas bailamos durante un buen rato, no hubo palabras, no hubo besos ni caricias, tan solo aquel baile pegados el uno al otro y de vez en cuando alguna que otra mirada donde se decía todo.
Finalmente nos dimos cuenta de que teníamos música de fondo, reparamos entonces que no era de nuestra imaginación si no que provenía del coro de las voces, poco angelicales a decir verdad, de nuestros amigos que finalmente se habían pasado por allí y estaban tarareando o mejor dicho berreando el Danubio Azul. Más, por que finalizara aquella cruel carnicería y mutilación de la magna pieza musical compuesta por el maestro Johann Strauss; que por ganas de detener el baile, dejamos el mismo sonriendo ruborizados ambos y sin dejar de mirarnos.
Pasaron los años. Recientemente una tarde tomando café con un buen amigo, escuché de pronto canturrear dulcemente el Danubio Azul junto a mi oído, me volví sorprendido y me la encontré sonriendo, tan bella, arrebatadora y encantadora como siempre; como si no hubiese pasado ni un solo año por ella. Estuvimos charlando animadamente durante un buen rato, hablamos de los avatares de la vida que nos han sucedido a ambos y sobre todo de aquella tarde en Aranjuez. ¡Y entonces me volvió a retar!.
- He leído todo lo que estas publicando últimamente y me encanta, pero nunca has escrito sobre el vals en los jardines de Aranjuez, ¿Qué pasa, mi caballero andante, te da corte? no tienes narices a hacerlo.
Huelga decir que tampoco esta vez dijo narices si no la parte de mi anatomía que ustedes buenamente se pueden perfectamente imaginar. Y nuevamente mi respuesta fue.
- ¿Qué no? Qué te apuestas?,
Decirte querida musa mía, que desde nuestro encuentro la otra tarde del café no he parado de escribir y que me duelen hasta los dedos, de hecho me he tenido que comprar un teclado nuevo, de esos que se iluminan las teclas en distintos colores, pues no veía ya muy bien las teclas del viejo. (Cosas de los años hija) Casi he terminado la novela en la que estaba inmerso y atascado hasta el otro día que nos vimos.
Bien mi preciosa e inspiradora musa que has tenido a bien volver a tocarme con tus gentiles dedos para que vuelva la inspiración a este tú humilde y rendido caballero andante, creo que he vuelto a ganar la apuesta.
Ya sabes, me debes el premio , tienes que pagar lo pactado.
Estimado/a lector/a te preguntas acaso ¿cuál fue esta vez el premio?
¡Ah, eso ya es otra historia!, amigos/as; ¡eso ya es querer saber demasiado!.
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