BAJO LA HORA BRUJA. 1ª Parte

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Octubre de 1.998

 

H

ay un determinado momento en el transcurso del día, más concretamente en el ocaso del mismo; que parece ocurrir, que el cielo y la tierra, como si hubiesen sido cortados a cuchillo, se desentendieran literalmente el uno del otro. Y en el mismo horizonte apareciese intercalada entre ambos una gruesa línea, que pareciese dotada de una infinita energía mágica compuesta por la misma materia, por la que están hechos los sueños. En ese momento, cuando esa magia esta desatada y liberada, cualquier cosa es posible y cualquier sueño puede realizarse plenamente; por más extraño y difícil que ello nos pueda parecer. 

           Acababa de divorciarme, de la que era ya mi ex mujer. Había pasado por terribles disputas, broncas monumentales y juicios interminables. Finalmente, y como suele ocurrir en toda guerra, llegó el armisticio y todo se redujo a firmar un maldito papel, donde se recogían las cláusulas de mi rendición más incondicional.

           Entre el divorcio y Madrid, me estaban literalmente matando, no aguantaba más sus atascos interminables, sus calles atestadas y su ritmo de vida tan vertiginoso como demencial. Acuciado por una fuerte depresión, que parecía haberse mudado a vivir a mi cabeza, y encima debía de hallarse en ella a las mil maravillas, solicité los servicios de un psiquiatra, que, tras colaborar con mi ex a convertir mi cuenta bancaria en un auténtico y desierto erial, en el que tan solo parecían florecer a gusto los números rojos, me diagnosticó lo que ya sabía yo, que tenía una fuerte depresión y que me vendría muy bien marcharme unos días a algún lugar alejado de la capital y del mundanal ruido. Además de prescribirme la ingesta de diversos tranquilizantes a los que empecé a acostumbrarme de forma poco recomendable. 

           Una tarde del mes de octubre, me acerqué a la agencia de viajes de un buen amigo mío, situada en pleno paseo de la Castellana y tras tomarnos un café con extensa charla de por medio, le solicité sus servicios para que buscara en el mapa de nuestra geografía nacional, un punto lo suficientemente alejado de Madrid y lo suficientemente pequeño, para que yo pudiera perderme en dicho lugar, no menos de un par de semanas.

            Tras un cuarto de hora de estudiar distintas posibilidades a mi colega se le encendió una hermosa bombilla sobre su despoblada testa - de hecho juraría que durante unos instantes me pareció ver físicamente la bombilla encenderse sobre su calva e incluso deslumbrarme a mí mismo con su increíble y brillante fulgor - señaló con su dedo un lugar indeterminado en la zona norte de nuestro mapa y me dijo satisfecho y henchido de orgullo.

-          ¡Aquí!.

Me acerqué y escudriñe con la mirada el lugar pero por más que lo intente no halle dato alguno en la zona donde mi amistad seguía apoyando su dedo índice.

-          ¿Qué se supone que es eso?

Pregunté intrigado, Fernando, que era el nombre de mi amistad, contestó de forma resuelta y con el mismo tono que un subastador de feria gritaría ¡Adjudicado al señor!

-          ¡Poo de Cabrales!, en el mismo corazón de los picos de Europa, en Asturias. Un lugar maravilloso e idílico. Creo que es justamente lo que necesitas. Además en estas fechas del año, poca gente vas a ver por aquellos lares. Solitario y apartado, ¿Qué más quieres Baldomero si eres guapo y con dinero?

En consideración a la gran amistad que nos unía a través de los años, obvié con todas mis fuerzas la más que desafortunada “coletilla”, que acababa de salir de sus labios. Y mordiéndome los míos propios, me comí las ganas de mandarlo a freír espárragos.

Tras ver unas cuantas fotografías por internet, me convencí que quizás el bueno de Fernando había atinado en su elección y cerramos la reserva de mis ansiadas y terapéuticas vacaciones ese mismo día. Me dieron reserva en un hotel de la pequeña localidad, (El único que había) llamado “Principado de Europa” para la siete de la tarde del día siguiente.

Antes de despedirnos y ya desde la misma puerta de la agencia, mientras me deseaba unas sinceras felices vacaciones; me gritó a voz en pronto.

-          ¡Ah!, chico, acuérdate de tu alergia al marisco. ¡No se te ocurra jalarte una mariscada y nos des un disgusto!, ¡Acuérdate de los ronchones que te salieron en la despedida de soltero del “Luisma” por todo el cuerpo, y eso que solo te comiste un par de langostinos, ¡ah! y si no te llegan a meter el “urbason” a tiempo, la “palmas”, tío.

 Con una sonrisa y un forzado asentimiento de cabeza, mientras abría la puerta de mi coche, ahogué en mi interior las ganas de volver hasta el local y estrangularle con mis propias manos, en agradecimiento a la infinita finura, y la discreción mostrada; tras pregonar a gritos en medio del Paseo de la Castellana a las doce del mediodía mi gravísimo problema de intolerancia al marisco. Así que finalmente, regresé a casa, mal comí y me dispuse con la grata tarea de hacer las maletas, me acosté temprano y a las seis de la mañana comenzaba mi andadura por la autovía en dirección a mi paraíso particular.

Siete horas invertí en el viaje, descontando, obviamente; tres paradas obligadas, tales como, una para desayunar, otra para comer y la última para vomitar dicho alimento que había ingerido en un parador, y como dijo el gran e insigne maestro de las letras castellanas “….de cuyo nombre no quiero acordarme”. A eso de las ocho y tras perderme no menos de cinco veces por intrincadas carreteras secundarias (por llamarlas piadosamente) conseguí llegar al Poo de Cabrales y ciertamente estaba a la total altura de las expectativas que yo había puesto en el lugar.

 A esa hora la oscuridad ya había caído sobre el minúsculo pueblecito que para mi sorpresa, descubrí que estaba formado por el hotel, una pensión que ya estaba cerrada y cuatro casas más junto a un pequeño colegio, que después me enteré que finalmente se había cerrado por falta de alumnos. En el hotel me recibieron con total amabilidad y agrado y tras ducharme y cambiarme de ropa cené en el restaurante del mismo. Me agencie una guía de todos los lugares que desde allí podría visitar y me fui a la cama temprano. La verdad tengo que decir que descanse aquella noche y dormí como hacía mucho tiempo que no podía.

La sorpresa vino al levantarme por la mañana y asomarme al balcón de mi habitación, la belleza del lugar era verdaderamente imponente y aún más asombroso fue ver tan cerca la imponente mole del “Pico Urriellu” o como yo lo conocía, Naranjo de Bulnes cuya cima clareaba por una intensa nevada que había recibido durante la madrugada y ¡eso que solo era el mes de octubre!, la falda de dicha formación rocosa estaba tan solo a unos doce kilómetros de distancia del Poo


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