BOB DYLAN EN BERLIN II

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Tras el desayuno, los rockeros se fueron a por el vehículo, mientras nosotros nos acomodamos en el bar del hotel a probar otras birras. Tardaban, así que nos dio tiempo a probar las berlinesas que aún no conocíamos y del resto de Alemania de, al menos, tres puntos cardinales; y a confesarnos que no teníamos el más mínimo interés en meternos 400 kilómetros de coche y que le dieran al Dylan por los pepinillos que nos ponían de tapa una vez tras otra.

Por fin aparecieron con un ocho plazas que parecían dieciséis, que les habría costado lo mismo que un Porsche, con el que habrían volado por las autopistas alemanas. Nuestra decisión era firme y se lo hicimos saber. No daban crédito, indignados se marcharon para Hannover, bastante antes de lo previsto; para intentar compensarlos, les ofrecimos nuestras entradas para que intentaran venderlas; la mía, yo había tenido la idea del ocho plazas, ni la tomaron.

Nosotros decidimos ir a dar una vuelta por la Isla de los Museos. El primera que nos encontramos era, al menos en aquel tiempo, monográfico de cerámica griega; Nosotros ese detalle lo ignorábamos. En la primera sala nos paramos un poco, a Paco-Pico y a mí nos llamó la atención lo íntegras que estban todas las piezas y el Mochuelo, ya qcon los ojos mejor, se inclinaba sobre las vitrinas e hizo algún comentario erudito. La segunda sala era ide´ntica a la primera, cientos de piezas de fondo negro con decoración roja. La tercera, calcada pero mucho más larga. AL llegar a la cuarta, nos dio el mal de Stendhal a la inversa, y nuestro objetivo se convirtió en salir de allí con la mayor urgencia. Solo el Mochuelo parecía sentirse feliz entre tanta vajilla, o quizás, aún albergaba la esperanza de encontrar una sala con piezas de fondo roja con decoración negra. No encontramos ningún atajo, el museo era bastante lineal, así que hubo que acelerar el paso. Paco-Pico corría, literalmente. Me habían llamado la atención, alguna vez, por comportamiento inadecuado, pero nunca por velocidad inadecuada. Un vigilante nos hizo señas de que aminoráramos, como si huyéramos de algo, como si hubiéramos roto la mejor ánfora y quisiéramos pasarle el muerto al Mochuelo, que nos seguía de lejos.

Por fin la calle, el Mochuelo no parecía feliz, así que, para animarlo, cruzamos al Museo de Pérgamo. No nos queríamos vender las entradas porque “solo” quedaban 45 minutos para el cierre; cuando dijimos el motivo al Mochuelose le volvierosn a hinchar los ojos del descojone que le dio. Como era nuestro dinero, accediron a permitirnos el acceso. Vimos el templo, leones y “gresite” de Mesopotamia y obviamos lo egipcio porque siempre era igual. Nos dio tiempo a hacer algún comentario sobre los saqueos del Tercer Reich, ir al baño, pasar por la tienda, y a los 23 minutos, 30 segundos, estábamos, de nuevo, en la calle.

Volvimos a lo que mejor se nos daba, y ya de retirada en el hotel esperamos la llegada de los de Hannover. Cuando lo hicieron, estábamos en el mismo taburete donde nos dejaron, en plena tormenta el coche plazas parecía de treinta y dos, les había granizado, habían atravesado una especie de tornado, el concierto fur decepcionante y en lugar de 400, la distancia era de 500 kilómetros. Nos ofrecimos a aompañarles a devolver el coche, pero se negaron, así que nosotros nos retiramos.

A las seis de la mañana estaba previsto el regreso, a mí no volvieron a hablarme hasta que, por fin, las cervezas, de la escala en Barajas, pusieron las cosas donde mejor están.

Juan Manuel Pérez Moreno.

Abril 2.012

 

 


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