Eran las seis de la mañana y ya nos encontrábamos, todo el grupo, listos para un día más de calor sofocante. El guía nos había citado a los doce españoles que íbamos a visitar el templo de Hatshepsut. Al salir del hotel un hombre ataviado con la indumentaria típica, nos hizo una seña a Carmen y a mí, como si quisiera enseñarnos algo que llevaba envuelto entre sus ropas. Nos acercamos, un tanto recelosos, y chapurreando un inglés torpe, nos ofrecía el control sobre el tiempo, o algo así, y nos mostró, lo que parecía una vasija de cerámica, con aspecto de pieza arqueológica de valor. Carmen y yo nos miramos y sonreímos como admitiendo que era la típica engañifa para el turista. Ante la insistencia del hombrecillo y, un poco de lástima que despertó en Carmen y, sobre todo, que pedía solamente veinticinco mil libras egipcias; unos tres euros, decidimos quedarnos con la vasija. Al cogerla, noté un peso que me pareció excesivo para su tamaño y un calor como si hubiera estado al sol todo el día pero, dado la hora que era, no había tenido tiempo de calentarse tanto. Después de hacernos mil y una reverencias, salió corriendo como alma que lleva el diablo y, desapareció entre unas callejuelas repletas de cachivaches.
Una vez acomodados en nuestro asiento, estuvimos comentando y riéndonos del incidente. Incluso hicimos burlas de la cara del vendedor, por las marcas que tenía en la frente. Parecía que tuviera tatuado un eslogan publicitario en escritura jeroglífica;compra paisa, morito honrado.
Después de cuatro horas llegamos al templo y descubrimos, que lógicamente, no éramos los únicos. Una cola interminable hacia turno para entrar en el mismo. Por lo visto teníamos que entrar en grupos de no más de quince personas. A esa hora el sol calentaba ya con tal fuerza, que de no ser por el sombrero, se me habrían derretido los sesos. Por fin entramos al templo. La diferencia de temperatura, nada más franquear la entrada, se agradeció, pero al cabo de un rato, Carmen, comenzó a notar frío y se abrazó a mi cintura para que la rodeara con mis brazos. Después de recorrer unas cuantas galerías, con paredes repletas de inscripciones jeroglíficas, magníficamente conservadas, llegamos a una gran sala, con una iluminación tenue, imitando el efecto de las antorchas, en la que exhibían cantidad de figuras, sarcófagos y objetos diversos. Nos llamó la atención, a pesar del poco tiempo que habíamos tenido de examinar el recipiente que acabábamos de comprar, el asombroso parecido que guardaba con uno de los allí expuestos. Nos acercamos a él y, en el interior de la urna, se podía leer, según tradujo Carmen: Los relojes de agua o clepsidras se usaban especialmente durante la noche, cuando losrelojes de solperdían su utilidad. Los primeros relojes de agua consistían en una vasija de cerámica que contenía agua hasta cierto nivel, con un orificio en la base de un tamaño adecuado para asegurar la salida del líquido a una velocidad determinada y, por lo tanto, en un tiempo prefijado. El recipiente dispone en su interior de varias marcas de tal manera que el nivel de agua indicaba los diferentes periodos, tanto diurnos como nocturnos.
Hicimos varias fotos de la sala pero, sobre todo, de la vasija que tanto se parecía a la nuestra. Después de unos cuarenta minutos, más o menos, la visita se dio por concluida. A la salida del templo, en un hueco, a modo de soportal, excavado en la roca, había toda clase de vendedores que con un griterío ensordecedor procuraban vender su mercancía incluso, se atrevían a empujar a las mujeres, sobre todo, a que se acercaran a los diferentes puestos, aprovechando así, la ocasión de manosearlas lascivamente. Por fin pudimos llegar al autobús y me apresuré a comparar las fotografías que habíamos tomado con nuestra vasija. El parecido era asombroso. Al llegar a la habitación no pude resistir la tentación de llenar de agua la clepsidra hasta la marca que parecía indicar el comienzo de la cuenta de tiempo. Tapé el orificio mientras colocaba debajo un florero, después de deshacerme de las flores que contenía. Sentí curiosidad por medir el tiempo que transcurriría hasta que se vaciara completamente. Como vi que la cosa iba para rato, decidí acostarme después de comprobar que el contenido cabía totalmente en el segundo recipiente.
A la mañana siguiente nada más levantarme me dirigí al cuarto de baño porque sentía unas náuseas que tuve una necesidad perentoria de vomitar. Después de un intento fallido, me miré en el espejo y, me quedé sobrecogido. Mi imagen, sobre el mismo, parecía haber envejecido como diez años de repente. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Asustado, desperté a Carmen para comprobar si, solamente estaba en mi imaginación la visión ante el espejo o, si por el contrario, era real lo que estaba sucediendo. Igualmente ella, quedó horrorizada al contemplar mi aspecto y comenzó a ponerse histérica. Lo único que repetía, insistentemente, es que fuéramos rápidamente a un hospital. Procuré tranquilizarla para que me permitiera pensar. Hicimos repaso de cuanto habíamos comido ambos y descartamos cualquier intoxicación puesto que ella se encontraba perfectamente. Mientras paseaba nerviosamente por la habitación reparé en la clepsidra. Me acerqué despacio y comprobé, que se había vaciado completamente. Insistí a Carmen para que se vistiera rápidamente y me acompañara, sin darle más explicaciones. Envolvimos en un chal la clepsidra y antes de salir del hotel pregunté en la recepción por una buena tienda de antigüedades. Nos dirigimos en un taxi a la tienda deAbū al-Qāsim. Al entrar percibimos un fuerte olor mezcla de humedad e incienso. De entre unos sarcófagos policromados, surgió la figura de un hombre de edad indefinida y un aspecto tétrico. Carmen se dirigió a él preguntando si podíamos hablar con Abū al-Qāsim. A lo que respondió que estábamos ante él. Seguidamente le pregunto si podía informarnos acerca de un objeto que habíamos comprado el día anterior y, comencé a desenvolver el objeto. Al retirar completamente el chal que lo cubría, los ojos del anticuario se abrieron denotando sorpresa y temor al mismo tiempo. Su gesto nos inquietó a ambos más aún. Unos instantes después dijo siguiendo con el dedo la inscripción de los jeroglíficos:
A ti, mi dueño.
Yo soy el tiempo y quien marca tu tiempo.
Si se acaba tu tiempo,
es momento que otro infeliz te libere de este engaño.
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