Eternia

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Eternia

 

 

Lo conocí por que así tenía que ser, no pudo haber sido de otro modo.

 

Lo observé largos atardeceres desahuciados, andar despacio, con las olas mansas besando sus pequeños pies descalzos que jugaban a trazar surcos infinitos sobre la arena.

 

Lo conocí por que tuvo que ser así. Me enamoré de él por que estaba escrito.

 

Su nombre no tiene importancia, nunca la tendrá…

 

Era su nombre un susurro de viento que enmudece frente a la mar embravecida. Un canto de gaviotas en medio de una tempestad.

 

Pudo haber tenido muchos nombres, puede, incluso, que no haya tenido ninguno.

 

Solo se que lo besé una noche bajo el hechizo de las primeras estrellas.

 

Y lo hice mío por primera vez, bañados de luna y arena.

 

Eternamente, para siempre.

 

Niño de sal, boca de azúcar…

 

Le confesé mi amor ese mismo verano del que no quería ver el final.

 

El sonrió con esa extraña sonrisa suya, clara como la mañana, y melancólica como no he visto ninguna otra jamás.

 

 “No me ames…”

 

Dijo abandonando de pronto su largo silencio y su voz sonó tan frágil como el eco de mi corazón al romperse. 

 

“El mar… ¿Has visto el mar?”

 

Murmuró señalando hacia el horizonte coloreado de todos los tonos de azul.

 

“El mar es tan bello, tan dulce cuando se acerca a la orilla y besa tímidamente la arena…”

 

“Y hay veces en que el mar se apasiona demasiado y la hace suya, la embiste, empuja contra ella y se aparta de nuevo para volver a empezar con esa danza primitiva y secreta que tú y yo también conocemos…”

 

“Pero… la arena siempre está aquí. Mírala. Está como muerta, no se mueve, no va a ninguna parte a diferencia del mar…”

 

“Y qué triste sería si el mar se enamorara de la arena, por que entonces dejaría de moverse definitivamente. Abandonaría su precioso ir y venir, para estar siempre con ella, y se tendería aquí. Se echaría a morir como un perro fiel tumbado a los pies de su amo…” 

 

“Por favor…no me ames”

 

Me dijo suavemente con su carita mojada de brisa y sus ojos llenos del color del infinito.

 

Al término de ese verano desaparecí dócilmente de su vista, arrastrando conmigo todos los tonos de azul de mi tristeza.

 

Viví una vida sin él por que así tuvo que ser.

 

Por que no pudo haber sido de otro modo.

 

Caminé largos atardeceres, descalzo, dibujando surcos por el mundo en que me había tocado vivir.

 

Incluso perdí la cuenta de todas las veces que le confesé mi amor a otros.

 

Sin embargo seguí buscando sin querer sus huellas en la arena durante todos los veranos que siguieron.

 

Pensé después de tantos años que ya no me importaba echarme a morir a sus pies si era por él.

 

Y en mi búsqueda descubrí entre muchas cosas que hay un tipo especial de arena que se mueve con la vertiginosidad de las aguas del mar.

 

Nunca antes había escuchado nada sobre eso.

 

Las arenas del tiempo me hicieron viejo antes de que pudiera notarlo.

 

Para mi retiro, compré un modesto chalé bajo las mismas estrellas hechiceras que presenciaron mi primer beso de amor verdadero.

 

El anciano, que me lo vendió, insistió en saber qué buscaba un hombre de aparente éxito como lo era yo, en la sencillez de una morada para pescadores.

 

Le conté mi historia, aunque me reservé el privilegio de los detalles.

 

Le dije que en este lugar había conocido a un amigo especial, y que esperaba, tarde o temprano volver a encontrarle.

 

El hombre me sonrió compasivo.

 

“El muchacho del que habla no volverá aquí jamás…”

 

Me dijo en un lenguaje íntimo, casi paternal. Sus ojos opacos poco a poco se fueron llenando de llanto.

 

“Ese chico murió el mismo amanecer en que usted se despidió de él”

 

Imposible.

 

“Estaba enfermo, iba a morir y él lo sabía… todos… todos pensábamos que había sido un milagro que sobreviviera al fin del verano”

 

“Conozco esa historia, por que ese chico… era mi hijo…”

 

Me quedé sordo, únicamente con el rugido de la mar como música de fondo. De pronto sentía como si hubiera sido tragado por una caracola gigante.

 

Y no me di cuenta que mis lágrimas formaban oscuras constelaciones sobre la arena.

 

Niño de sal… boca de azúcar…

 

Grité desgarrando la noche empapada de salitre.

 

Se que estás aquí, que eres arena…

 

Y yo… yo soy el mar…

 

El mar que se ha enamorado de ti… tanto… tanto…

 

…Que ha venido a morirse a tus pies…

 

Por que así tiene que ser…

 

Y no puede ser de otro modo…

 

Eternamente, para siempre.

 


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