Y sí, finalmente hubo una Gran Guerra y el cielo entero se iluminó con el estallido de miles de bombas. Tantas , que la humanidad estuvo a punto de desaparecer. Las grandes ciudades fueron destruidas por un fuego arrasador y muchas se hundieron bajo las aguas. Los pocos seres humanos que quedaron escaparon bajo tierra como conejos que huyen a su madriguera. El silencio vino, los vientos soplaron con furia, y miles de soles cruzaron el cielo. Y después de casi un siglo la vida poco a poco comenzó a recuperarse otra vez.
Aquellos que por primera vez volvieron a pisar la superficie eran los hijos de los hijos de aquellos otros que un día se refugiaron bajo ella , y cuando volvieron a respirar el aire de la mañana bajo los cielos claros y azules, no se percataron de que ya no recordaban nada de lo que había ocurrido. La Gran Guerra apenas era una imagen borrosa y lejana.
La vida se abrió paso más fácilmente lejos de tierra firme, y fue especialmente floreciente en algunas islas de lo que un día llamamos El Pacífico. Para aquellas gentes los grandes continentes eran sólo un mito imposible de alcanzar y su nueva Civilización la construyeron en aquellos pequeños pedazos de tierra rodeados del mar infinito, donde establecieron sus leyes, y ajenos de cualquier peligro, vivieron en una curiosa armonía jamás antes vista en la Historia de la Tierra. Pocos se preguntaron de dónde venían o que había habido antes. Simplemente daban por hecho que todo siempre había sido así. Y Sin embargo, recuerdos en forma de antiguos aparatos y cachivaches de antes de la guerra pululaban por las islas, la mayoría abandonados entre la vegetación u oxidados en agujeros, olvidados por sus herederos que ni sabían lo que eran si se preocupaban en averiguarlo. La tecnología de por aquel entonces diríamos que era más bien primitiva: ruedas y poleas, empalizadas de juncos ,etc. La vida sencilla que llevaban tampoco precisaba de más.
Pero había un artefacto del mundo antiguo que sí que funcionaba, y era increíblemente maravilloso. Y lo más sorprendente de todo es que era propiedad de una niña de apenas 15 años que era toda una leyenda en el lugar. El aparato en cuestión era una avioneta roja preciosa. Los isleños primero oían el rugir del motor y luego levantaban su vista hacia el cielo maravillados, viendo como aquel pájaro cruzaba el firmamento arrebatándole destellos al sol.
Todo el mundo conocía a Mina, la pequeña niña pelirroja que viajaba de una isla a otra en su extraña máquina y que vivía con su abuelo en el islote número 15, casi a las afueras del gran atolón. Y era tan conocida por todos porque era ni más ni menos que la cartera oficial del Archipiélago. Por lo tanto, siempre iba de una isla a otra llevando la correspondencia de los isleños así como toda clase de paquetes. Para los islotes más lejanos la aparición de Mina era siempre un gran acontecimiento.
Al atardecer, la joven piloto aterrizaba otra vez en su islita y el Abuelo, avezado mecánico, hacia el mantenimiento de la asombrosa máquina. El Abuelo, sabio entre los sabios, llamaba al aparato planivion, y decía a su nieta que hubo muchos más como aquel en la antiguedad, incluso algunos grandes como islas. Y que supo de su nombre porque una vez vio una imagen de uno en un libro muy muy antiguo.
Y así transcurrían los días en aquel perdido Archipiélago. Hasta que un día ocurrió lo imposible
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