El jardin dadelos

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Acababa de levantarme y ya me sentía agobiado. No soportaba a mi hija cuando me atosigaba de esa manera. Qué manía tiene la gente joven de tratar a los mayores como a seres deficientes. Tan sólo somos un poco más lentos de reflejos. El tiempo se ha encargado de ir limitando nuestra movilidad y atrofiando nuestros sentidos; es condición humana. A lo largo de mi vida he ido observando que de esta suerte, nadie se libra. Ser mayor no es ser tonto; en todo caso algo sordo, pero no tonto. Nos dan voces por cualquier motivo y hasta cambian la entonación cuando se trata de animarnos para cualquier cosa.—Tienes que comer—que si no te mueres. Claro, y tú no; tú cuidas la línea ¡Coño que soy viejo, no gilipollas! Como si no supiera yo que ya empiezo a estar de los primeros de la lista.

No sé a que obedece tanta prisa. Total para pasar una temporada; justo lo que dura el crucero que van a hacer Julia, los niños y el señor importante. Llamo así a Ignacio, mi yerno, porque es un hombre que sólo tiene tiempo de dar órdenes y ganar dinero.

Pus bien, como iba diciendo, han planeado un viaje, en un crucero de lujo por el Adriático y, como comprendí que con mis achaques propios de la edad, debo tomar multitud de medicamentos, que yo sería un estorbo, les he hecho creer que no me apetece en absoluto, que no tengo yo alma de Simbad. Además, por algunos comentarios que he escuchado mientras se suponía que estaba dormido, mucho me temo, que el propósito final del viajecito, es aprovechar la coyuntura para dejarme interno hasta mi final.

¡Vaya! Anselmo, otra vez interno. Me juré a mí mismo cuando salí de los HH MM Maristas, que jamás volvería a estar interno. Que ironías tiene la vida; de pequeño te amenazaban tus padres con meterte interno y de mayor resulta que la cumplen tus hijos.

—Bueno pues ya estoy listo—Sí, claro que me he duchado, tendré que repetir como cada día a esta niña impertinente. No sé por qué tengo que ducharme todos los días. Si los viejos somos como el agua en sí misma, es decir, incoloros, inodoros e insípidos. En todo caso, olemos como esa caja de dulces que se olvida en el fondo de un armario: a guardado. Con la de veces que le habré limpiado el culo yo a estamarilimpia.

—Que sí— que ya tengo todas mis cosas en el neceser—. ¡Ea pues!—vámonos a ese lugar tan bonito. —Estoy deseando ver ese moridero de Adelos.

—Jardín Dadelos papá, Dadelos— qué pesadito con cambiar el nombre a las cosas—me replicó Marcela.

Durante el viaje no pararon, ambos, de elogiar el sitio al que me llevaban. Prácticamente era un privilegio que muy pocos podían permitirse. Pues que se queden ellos. Ya les llegará su hora ya, y se darán cuenta que donde mejor se está es en la casa de cada uno. Con lo bonito que es morirse un treinta de noviembre sentadito en la camilla, viendo llover por la ventana, tan a gustito. Te apagas poquito a poco como una velita y ya tienes hecho el último trabajo.

Soy consciente de que la vida ha cambiado mucho. Por suerte o por desgracia las personas no cambiamos, es la sociedad quien cambia; demasiado rápido para lo que somos capaces de asumir. El caso es que ha llegado mi hora y no puedo pararme a hacer filosofía de mercadillo ¡Échale animo, Anselmo! y que no te vean triste.

Por fin, al remontar una cuesta un tanto pronunciada, apareció, majestuoso, un edificio que asomaba entre un frondoso bosquecillo de olmos. He de reconocer, que de no ser por el fin al que estaba destinado, tanto el edificio, como el entorno tan pintoresco, formaban un conjunto realmente bonito. Ignacio y Marcela no paraban de echarle flores mientras nos acercábamos.

—Además, así no estarás solo papá—dijo el redicho de Ignacio. Me repatea que me llame papá. Es más cursi que una perdiz con ligas. Se lo he dicho mil veces: A n s e l m o, que no soy tu padre. No sé qué habrá visto Marcela en ese petimetre. Debería estar prohibido que las mujeres guapas se casen con señores feos que se dejan bigote al cumplir los treinta para aparentar seriedad.

Entramos en la recepción, después de haber bajado las dos maletas y, rápidamente se acercó una chiquita muy guapa y, de muy buen ver; que aunque uno sea viejo, para esto la vista no se cansa. Las recepcionistas deben ser guapas para evitarte mirar los cuadros tan horribles que ponen en los salones. Después de hacer las presentaciones pertinentes, la misma señorita nos dijo que la acompañáramos para indicarnos la habitación que me tenían reservada. Por los comentarios de ella, comprendí que todo esto se había planeado bastante tiempo atrás pero, como ya estaba resuelto y resignado a quedarme, no hice ningún comentario. Me reservé para mejor ocasión.

Una vez instalado fuimos a comer al restaurante que tienen en la misma residencia. Durante la comida seguían tratándome como a un chiquillo al que sus padres dejan en el internado. No paraban de repetir lo bien que iba a estar. Lo bonito del entorno, qué magníficas instalaciones, decía el cursi y, sobre todo, lo que costaba una plaza en un sitio tan exclusivo. Me sentí como al que llevan al patíbulo y el verdugo no deja de alabar la calidad de la soga, la veta que tiene la madera de la que cuelga y la pena de que no pueda ver las caras de los que están presenciando la ejecución.

Miré fijamente a los vidriados ojos de Marcela y pude comprender que habría una triste despedida.

—Id tranquilos—que yo estaré bien.

Al llegar, venían tan pendientes de contemplar las vistas del jardín Dadelos, que no se percataron que el nombre es una ironía. Deberían haberlo leído al revés.


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