El frío sol había aparecido de nuevo en el cielo que cobija a la sombría tierra de Cimmeria.
Sol frío y blanco sí, pues nunca se ha podido decir que el soberano astro muestre su calurosa cara cuando tiene que adentrarse a través de los escarpados picos y los negros bosques que cubren por siempre este longevo reino.
Pero ni siquiera el sol, ni tampoco el dios que tal vez se oculta tras él, podían saber que aquel día quedaría inmortalizado en los escritos de los sabios a través de los siglos venideros.
Pues en medio de una batalla que se libraba bajo sus atentos ojos, entre los rugidos de los guerreros, los lamentos de los moribundos y el cantar de los grises y ensangrentados aceros, pudo oírse claramente el alarido de una mujer, mucho más aterrador que el canto de cualquier Dios de la Guerra que pueda surgir en la imaginación de un mortal. Los misterios que asolan el universo son incontables pero ni los dioses saben cómo la vida puede abrirse camino a través de la muerte, quizá nada tenga sentido ó quizá todo esté escrito en el Destino por una razón.
Mas lo que sí nos cuentan los Antiguos Escritos es que aquella mujer logró crear un relámpago de vida en la tormenta de muerte que rodeaba su derruida y quemada choza. Y ella de repente guardó silencio, pues su hijo llegó a aquel salvaje y turbulento mundo profiriendo los gritos más terribles que una madre había visto jamás.
Gritos... pero no de miedo, no de dolor... furia, cólera, deseos de unirse a la batalla, ansias ardientes como el fuego del infierno, inflamadas por miles de generaciones de bárbaros indómitos y primordiales.
Tal fue el amanecer de Conan en la Edad Hiboria, tal fue el nacimiento del futuro guerrero, ladrón, pirata, mercenario, atamán, asesino, caudillo, rey... un hombre que con sus fogosos ojos azules vio en su vida lo que nadie alcanzaría a contemplar en cien de ellas, y que con su espada en la mano escribió la leyenda más grande que ha existido en el Libro de las Eras.
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