Desde que tuve de pequeño uso de razón, paseando por el largo pasillo de mi casa donde nadie podía hacerme daño, supe que el trabajo era la forma más sutil de esclavitud que ha existido. Desde pequeño te preparaban para ello y te metían miedo.
Si no haces esto te pasará lo otro, te decían.
Ahora, en el mundo en el que vivimos, donde nada cuadra. En el que tu padre te dice, con un cigarrillo en la mano, que no fumes.
Un mundo en el que los curas se sodomizan a los niños que deberían cuidar.
El papa reza por los hambrientos con un traje de doce mil euros y el rey intenta cazar la manera de que no se hunda la monarquía intentando aprovechar el poco tiempo que le queda en esta tierra maldita.
Parece que lo que te gusta te perjudica y lo que odias te hace bien. Pero en eso consiste.
Sin sufrimiento no somos nada.
Para descansar primero hay que estar cansado y para disfrutar realmente de un bocado tienes que estar tiempo sin comer.
Bebemos sin tener sed y el segundo cigarrillo nunca te saluda ni te trata bien. A nadie le gusta ser el segundo.
Mi sueño es ser un mendigo. De esta forma, pase lo que pase, siempre habré conseguido mi sueño y en mi lecho de muerte sabré que conseguí extraerme del pecho el espíritu maligno que se hace llamar dinero. Porque dentro de cien años, toda la ambición que ahora nos corrompe no habrá servido de nada y caerá en un pozo sin fondo en el que únicamente vive el eco que desaparece lentamente
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