ENVEJECIENDO. PARTE 1.
Por Claudia Arbeláez
Enviado el 07/09/2013, clasificado en Reflexiones
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Cuando la vejez haya cruzado mis días y la juventud ya no me preste sus brazos, cuéntame una historia, canta para mí aquellas canciones que nos enamoró. Muéstrame las fotografías que aún permanecen y reviven esas cosas que nos hicieron llorar de alegría. Si ves que de mis ojos salen lágrimas, el ceño se apaga, los párpados se derrumban y la respiración se agota, detente y prueba con cosas menos nostálgicas.
Me gustaría nutrir de nuevo mi pecho con las cartas que para entonces intentaré conservar en el baúl, tarjetas de tiempos sepia, de amigos o de aquellos seres que pasaron por mi vida dejando un poco de dulzura en mis tardes de descanso. Si ves que mi cara se ilumina, lee de nuevo, me hará mucho bien.
Si al caer la tarde la lluvia empaña las ventanas, siéntate cerca y léeme una historia de otros tiempos, duendes, hadas si es posible. Hazme sentir como si viviera en un mundo mágico de trajes primaverales, de príncipes y doncellas, inventa seres que renueven en mí, el poder de la imaginación.
Cuando el invierno visite mi cabello con sus largos brazos de nieve, bríndame un café, háblame con serenidad, como cuando se mira al cielo mientras se buscan figuras, hazme saber el color que toman tus tardes, tus ideales y utopías.
Y si al caer la noche ves que no duermo, no te aflijas; seguramente los viejos quebrantos fatigan el espíritu o es el momento para elevar plegarias al cielo, meditar, descansar o escuchar la música de los viejos tiempos. No te detengas, sigue durmiendo.
Si algún día las palabras no me habitan, sabrás lo que te digo si me abres el alma y haces un esfuerzo por comprenderme, adivinarás lo que quiero, leerás el movimiento de mis alas y podrás entender el valor de una sonrisa certera que nace en el alba. No te marches todavía, aún no te he dicho que te amo.
Tal vez pueda escribir sobre la pizarra un mensaje para los seres que me rodean, un poema o una frase almidonada que puedas llevar a la cocina antes de servir la cena. Ayúdame a expresar eso que sola no podré.
Y si una mañana descubres que mis oídos se han hundido en el olvido, escríbeme sobre una hoja en blanco, enséñame a escuchar las cosas que embellecen el mundo, las canciones que enaltecen el brillo de las estrellas y el murmullo de los animales que se escurren tras las ventanas. Mueve tus manos al compás del sonido, yo seguiré paso a paso los acordes y con tus oídos escucharé a mi manera, pero créeme que lo haré.
Si al pasar el tiempo la mirada se esfuma, enséñame a tocar y a descubrir con el corazón el desorden, los libros en el estante aunque solo sea para olerlos y reconocer las historias que allí se quedaron, dime cómo llegar a la puerta, trataré de no tropezar. Iré hasta el balcón simulando reconocer la voz de quien pasa, así de pronto no perderé la costumbre de escuchar el aleteo de los hombres.
Sabes que poco a poco se perderán los sentidos, algunos o todos, la objetividad, el empeño de caminar y las ganas de luchar, en cualquiera de estos casos, dame un abrazo y hazme sentir que no me pierdo en este mundo de valles perpetuos. Piensa que un día no muy lejano pisarás mis pasos.
Cuando un granizal blanquee mi calle, acompáñame hasta la ventana e invítame a sentir el frío, déjame sentada en la silla mecedora, cúbreme los pies y los brazos, yo entre tanto me sumergiré en la encanto de la lluvia y me convertiré en gota que cae y se doblega.
Déjame apoyar en tu hombro amor mío, ¿te gustaría saber de mis pasos juveniles? Cuéntame hacia dónde se van tus ilusiones, de qué se habla afuera, qué música se escucha en el Café y qué color llevan los niños en el rostro, si llevan el color del asombro como es costumbre.
Tomado de: Vecindarios
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