La Otra Vertiente del Cielo

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La noche estaba en calma tensa.

El cielo transparente, estrellado, y el aire, quieto.

La media luna, tras el minarete, embarazada.

De pronto, una bomba estalla. Comienza la macabra danza.

Potentes explosiones arrancan las estrellas del cielo.

Mortíferas armas escupen, por todos los rincones, muerte, a ráfagas.

Lloran los niños. Las mujeres chillan. Los hombres maldicen. Algunos rezan.

El aire les asfixia. Les quema.

Bombas químicas. ¿Gas sarín? ¿Gas mostaza?

Para algunos, las personas se han convertido en cucarachas.

Hay que exterminarlas.

Los heridos gimen. Se estremecen de dolor.

La piel se les cae a cachos.

Palpita la carne viva entre convulsiones.

Los perros ladran de miedo. Y se callan, muertos.

La metralla muerde las carnes de la gente.

Los más indefensos lloran por las esquinas.

Un monstruo de acero avanza por la avenida lanzando llamaradas por sus fauces.

Rompe edificios, coches, árboles y farolas.

Con su familia, un padre huye.

Una niña en cada brazo. Y su mujer con el más pequeño.

El tanque parece que los persigue por el ondulante asfalto.

La ciudad se estremece a cañonazos.

Cada repiqueteo de metralleta es una vida que sube a la luna.

Ventanas y balcones saltan en pedazos.

Las esquinas se rompen, y dejan ver las paredes salpicadas de sangre.

Son mentiras las palabras. Las imágenes las desmienten.

El cielo tiene dos vertientes.

En ésta no habitan los dioses.

Es mentira la luna embarazada tras el minarete.

Sólo se ve un arco de ella.

Es mentira el número de muertos. ¿Son 145 ó 1.450?

Si falta un cero es error de imprenta.

Detrás de toda esta barbarie, hay petróleo, gas y mucho dinero.

El odio cultivado da sus frutos. Es el negocio de la guerra.

Si mueres matando, subirás al cielo por la vertiente trasera.

El mundo se viene abajo, junto con la media luna y las cincuenta estrellas.

El padre que huye con sus hijos, grita a su esposa:

"¡Corre, corre. No te detengas!"

Demasiado tarde. Sus cuerpos fueron aplastados por la tanqueta.


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