Érase una vez en un lugar muy lejano, tan lejano, que no se veía el brillo de las estrellas, donde vivía un hombre solitario, tan solitario que jamás conoció persona alguna, no sabía cómo podría ser otro ser, no se lo imaginaba, ni tan siquiera se lo planteaba ni soñaba que pudiera haber alguien más ahí, solo conocía su reflejo en las claras aguas donde habitaba.
No sabía si era guapo, feo, horrible, hermoso, alto, bajo, rubio, moreno, no sabía si tenía verrugas o una piel tersa, no sabía si sus ojos eran verdes o azules, si sus manos eran grandes y rudas o pequeñas y suaves, si era huraño o afable, loco o cuerdo, estaba solo y solo sabía lo que veía, no tenía complejos, ni depresiones, ni estrés, ni penas, ya que no podía compararse a nadie.
Se sentía feliz, dichoso, contento, satisfecho, alegre, boyante, afortunado, ufano, radiante y bienaventurado ya que era como era y como tal, se admitía.
No te compares con nadie, acéptate tal y como eres y serás como el hombre que vivía tan lejos, que el brillo de las estrellas no se veía.
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