Romina

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     Dicen que sobre gustos no hay nada escrito. Romina no era una mujer extremadamente hermosa, de esas que hacen dar vuelta a todo el mundo solo para verla pasar, pero a mi me gustaba por sobremanera.

Me atraía la sencillez de su rostro, con su nariz perfecta y su tez blanca que dejaba destacar finamente sus labios, los que siempre traía delicadamente pintados con un rojo discreto, y esto hacía volar mi imaginación hasta el infinito.

 

Había soñado despierto las mil y una maneras de besarla, hasta el punto de poder aislar mi mente completamente en cada reunión que nos encontraba juntos, pensando solamente en ello.

 

Debo confesar también que adoraba sus tetas, que si bien eran pequeñas, su redondez y firmeza hacían que mas de una vez no lograse sacarle los ojos de encima, y por eso recibía sobre mis costillas el agudo codo de mi esposa que se clavaba con malicia en mi costal tratando de dejar una marca recordatoria. Y luego agregaba con crueldad esas palabras que siempre quedaban haciendo eco en mi cabeza:

-No te olvides que a la que miras sin disimulo es mi hermana menor, o sea tu cuñada. Para que te quede mas claro, es también tu familia-.

 

Y esa última frase es la que mas me torturaba, aunque íntimamente sabía que de igual manera jamás se fijaría en mí, porque siempre fui conciente de que yo no era un hombre atractivo, ni siquiera físicamente destacado, por lo que todo se reducía a un simple sueño.

 

Pero el hombre es hombre, por lo que en cada despedida de cada reunión familiar,  al mirarle el culo con tanta indisimulable avidez cuando se retiraba, me prometía a mi mismo que pase lo que pase, tenía que decidirme a recibir ese “no” tan anunciado, y así sacarme este peso de encima, el que me martirizaba desde ya hacía mucho tiempo.

 

Tres semanas después, en mi cuadragésimo octavo cumpleaños, aprovechando el momento de distracción que flotaba en el ambiente mientras Sonia, mi mujer, seleccionaba música para bailar, me escabullí hasta el rincón donde se encontraba la joven Romina, y le dije lo que le tenía que decir.

Esto no duró más de cuarenta segundos y me sorprendió lo perfecto que había podido manifestarle todos mis sentimientos en tan corto lapso.

Sin esperar respuesta alguna volví sobre mis pasos y me ubiqué  en el otro extremo del salón.

 

Al levantar la vista pude ver que su dulce mirada se mantenía clavada en mis ojos y con un guiño y una cómplice sonrisa que solo yo noté, me regaló el obsequio mas preciado de toda la noche, el que pude disfrutar por varios años mas. 


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