En medio de la suave neblina, alguien entona una tersa balada; suena y vibra como un timbre melancólico; un timbre que suena al ritmo del corazón.
Los colmillos de una boca gigante, se hunden en la carne desnuda; gritan de dolor aquellos ojos sumidos en ilusiones falsas; oídos callados distinguen una tenue melodía.
Llanto, cólera, sangre transparente recorren un paisaje que jamás podrá verse igual; azul, cristalino, alegre, impecable.
En aquel mundo sólo suena un tarareo, un sonido infernal que a un ritmo cordial que cierra heridas, cambia colores, lo invierte; combina la muerte y la imaginación, para así lograr una espectacular y sintética vida.
El mundo, la era, la época queda a merced de unas fauces que siguen hundiendo sus colmillos, a la vez que cercena parte por parte de su realidad imitada.
Corromperse es fácil, morir también lo es, lo difícil es vivir dentro de un mundo rojo, negro, verde, blanco y gris a la vez; sólo queda vivir, bailar, brillar y morir.
Los latí dos que suenan aún circulan libres, pero pronto serán desmoronados por el aullido que penetra hasta la última fibra y molécula de su vida.
Los colmillos chillan, gruñen, devoran, cercenan, queman aquella tersa balada que vibra como un timbre fúnebre que desconecta y quema los sentidos.
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