Nunca imaginó que el mismísimo Demonio la atendería en persona.
Siempre pensó que sería como esa especie de oficina pública en la que para llegar al gran jefe que define la cuestión, tendría que pasar primero por una serie de lacayos lame trastes. Y que éstos, pretendiendo ser mas papistas que el Papa, la harían sufrir a cuenta, antes inclusive de firmar el contrato por el cual entregaría su alma por la eternidad.
Por eso al encontrarse con Lucifer recibiéndola con su tradicional traje rojo y con una sonrisa tan amplia cual vendedor de ilusiones, quedó cuasi muda por cinco minutos tratando de pronunciar una serie de palabras que le permitiesen terminar alguna frase coherente como para poder disimular el miedo y la sorpresa.
Pero solo lograba tartamudear quedando empantanada en la segunda sílaba de la primera palabra, y así se repetía en el intento una y otra vez.
Sobrepuesta de esta amarga emoción pudo recomponerse para escuchar el discurso de bienvenida, el que supuestamente debía terminar de convencerla para decidirse a entregarse por completo. Porque sabía que para conseguir lo que había venido a pedir, no alcanzaría con la entrega tradicional del alma, sino que también debería dar todo de sí. Todas sus pertenencias no alcanzarían, y sabiendo que a ese encuentro había concurrido solamente con lo que tenía puesto encima, o sea su cuerpo, creía que también debería entregarlo, y a eso estaba dispuesta.
Al despertar esa fría mañana de agosto de 1977 en aquel helado piso de cemento, continuaba bañada en sangre y llena de moretones que le recordaban las torturas recibidas en aquella casa abandonada de la calle lindera al fondo del Parque Camet.
Allí sus gritos se habían perdido en el olvido, y entonces comprendió dos cosas:
La primera, que el sufrimiento seguiría por largo rato. Y la segunda, que todo había sido un sueño.
Luego se preguntó -¿Lo había sido?- Y se volvió a dormir.
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