El padrino V

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Para Martinelli el elegido Ludo era un tipo frío y calculador, alguien muy fiable. ¿Para qué encomendar esa misión a otro si sabía de antemano que el éxito con él estaba asegurado? Lo conocía muy bien desde hacía años, casi desde su infancia. Sus puntos débiles, sus manías, sus aficiones, sus gustos. Se puede decir que no podía sorprenderlo de ninguna manera. Por eso, él debía encargarse del trabajo: la liquidación del infiel a la familia. No podía consentirlo ni un minuto más, y el chico se había convertido después de aquello en una seria amenaza. Definitivamente debía morir, y cuanto antes.

Tras dar órdenes de vigilancia intensiva a su segundo hombre de confianza, Donatello, y de recibir sus informes diarios durante la semana siguiente, había llegado el momento de pasar a la acción, y así se lo hizo saber a Ludo. La elección del sitio, de la hora, del arma a utilizar, lo dejaba a su discreción. No merecía la pena perder el tiempo en la organización del crimen. Por su mente circulaban multitud de asuntos pendientes que requerían ser atendidos en breve, antes de que le tomaran la delantera. Abandonó la estancia con la solemnidad que conllevaba su nueva posición, dejando a ambos súbditos a solas. Era hora de almorzar.

Quizá en su casa, antes de que saliera a la calle, fuera la opción más segura, pensaba en alto Ludo. Sí, allí lo eliminaría. Donatello se mantuvo en silencio. La delegación en Ludo lo incomodó, especialmente por la confianza que denotaba aquella. Él pasaba a ocupar un lugar muy secundario, y molesto dejó a solas a Ludo. Este se tumbó en el amplio sofá y planificó el cómo. Sería al día siguiente, no más tarde. Fumó algunos pitillos y, al cabo de una hora, salió para conseguir el arma. Esto no le suponía ningún problema, tenía contactos que se la proporcionarían a muy buen precio. Le daba algo de pena acabar con él, el rebelde y posible liquidador del don, porque le había cogido aprecio, pero una orden era una orden. Necesitaba una copa.

Apareció tarde por su casa y había bebido más de una. No cenó y se retiró a descansar. Necesitaba estar bien despierto al día siguiente. Esa noche soñó como lo mataba, como el chico le rogaba, con lágrimas en los ojos, que no lo hiciera, alguna solución se podía buscar, él no representaba ninguna amenaza. Incluso pudo percibir que su entrepierna comenzaba a empaparse. Pero no hubo piedad, y apretó el gatillo varias veces para, a continuación, abandonar la escena lo antes posible.

El día amaneció lluvioso, pero el mal tiempo no lo iba a echar para atrás. Preparó el arma conseguida de sus contactos, le debían un favor que se cobró entonces, y también una segunda, por si se torcían las cosas, y salió en dirección a la casa del muchacho. Cogería un taxi en la esquina con la quinta, recorrería en él las cuatro manzanas que le separaban de la vivienda del muchacho, manteniéndose en un inquietante silencio que desconcertó al taxista, quien esperaba un poco de conversación, y pagó apeándose un par de casas más atrás.

Se dirigió hacia el lateral de la vivienda. Sabía que vivía solo, eso facilitaba la acción, pero había que asegurarse del factor sorpresa. Muy próximo a la casa, oyó que la puerta de entrada se abría. Impetuosamente se escondió y lo vio salir. ¡Mierda!, el abandono de su hogar desbarataba su plan, pero Ludo era un tipo con recursos, experimentado en esas lides. Se dispuso a seguirlo.

No pareció darse cuenta de su presencia, aunque andaba algo intranquilo, mirando constantemente a su alrededor. A esa hora la calle estaba algo concurrida, no era buen sitio hacerlo allí. La huida sería compleja, entorpecida por los viandantes. Sabía que él podría reconocerlo fácilmente, por lo que permanecía convenientemente oculto a su mirada. Al terminar la calle torció para introducirse en una avenida. Aceleró el paso para no perderlo. Al doblar lo localizó de nuevo. Estaba cruzando la calle, sorteando hábilmente los vehículos que circulaban por ella. Finalmente se introdujo en una cafetería, posiblemente para tomar un desayuno. “Será tu última comida”, pensó, y desde una distancia discreta atisbó el interior del local.

La camarera se había acercado al sector de la barra donde se disponía a tomar algo. Ludo vio como pedía y como, a continuación, sacaba una nota de uno de los bolsillos de su chaqueta, leyéndola concentrado. Era el momento de actuar. Sacó su arma y entró en el local. Cuando se encontraba a escasos tres metros de él, el chico se volvió. Tenía un arma en su mano derecha de la que Ludo no acertó a adivinar el modelo. Había recibido dos impactos mortales de bala y cayó pesadamente sobre el frío suelo. El muchacho se acercó y miró su cara, con los ojos abiertos e inexpresivos. Ludo había muerto. La nota pasada por Donatello era cierta. Se acababa de crear un vínculo muy especial entre ambos.


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