Camino de Paris

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Vuelo Iberia 781  Madrid – Paris.  Seis cincuenta de la mañana. Un conjunto de zombies medio dormidos hacen lo posible por no despertarse del todo mientras buscan su asiento en el abarrotado avión. De pronto, la cola se para, y después de unos segundos, elevo mi cabeza para intentar identificar la causa.  Una chica, con un paquete de chicles en la mano, intenta recorrer la cola en sentido inverso con la evidente intención de entregárselo a un chico sentado en una de las primeras filas.

 Al final, supongo que la colección de miradas de odio, unidas a una admonición escasamente cariñosa de una azafata, la disuaden de la idea. Mejor, pienso. Por mucho que mi reciente afición a la filosofía oriental me incitan a no enfadarme, la escena resultaba estúpida, reflexión que extendí a la chica de los chicles. Pero bueno, todo olvidado, busquemos el asiento y veamos quien es mi compañero durante las siguientes dos horas.

 Con el paso de los años y la reducción en el tamaño entre asientos, mis preferencias por compañero de fila de avión han cambiado radicalmente. Si antes realizaba concursos de belleza entre el personal femenino del avión, ahora el único factor que calificaba a mi compañero era su volumen. Cuanto más pequeño, mejor.

 En este caso resultó que mi compañera era la chica de los chicles, a la que brevemente miré con mi mitad despierta. Era relativamente alta, pero podría haber sido mucho peor, pensé. Me acurruqué en el asiento y me preparé para reconciliar mis dos mitades en un sueño lo más profundo posible.

 A los veinte minutos o así, salgo brevemente de mi estado de sopor y miro alrededor. Nada interesante, pero no creo que pueda volver a dormir. En ese momento, noto un contacto en la pierna. Mi compañera de fila, en un movimiento suave, ha colocado su pantorrilla en contacto con la mía.

 En condiciones normales, la sociedad occidental es muy restrictiva con los contactos físicos. Por ello, es una norma de etiqueta en cualquier transporte evitarlos. Sin embargo, en los limitadísimos espacios de un avión, a veces resulta inevitable un pequeño roce.

 Noto el tejido de su pantalón suave en contacto con mi pierna. Es una tela negra y ligera, que deja sentir una carne joven y lisa. Es una sensación cálida y agradable, que despierta a todo mi cuerpo.

 Con la mayor discreción posible, dirijo la mirada a la poseedora de la pierna. Es una chica joven, de pelo largo, castaño con reflejos rubios. Sus labios son grandes y su cara pálida y dulce. Parece cansada e intenta acomodarse en el pequeño asiento, totalmente ajena al efecto que su movimiento ha producido en mí.

 No se si es el efecto del madrugón, o mi madurez mal asumida, pero la encuentro preciosa. Sus movimientos son sencillos y poco afectados, con la coquetería natural que tienen las mujeres cuando no intentan agradar a nadie. Todo en ella es auténtico, libre y sencillo.

 El vuelo continúa y sigo notando su pierna, pegada a la mía. Debo disfrutar del momento, evitando cualquier movimiento o gesto que pueda alarmarla. Sé que no hablaré con ella, nunca sabré su nombre, pero me ha regalado un rato maravilloso.

 Poco antes de llegar a destino, gira hacia mí y me dice

 -     ¿Disculpa, me dejás salir?

Puff, me encanta el acento argentino. Sólo le faltaba eso.

 


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