¡Qué envidia me diste ayer cuando nos encontramos! Fueron tantos los pensamientos destructivos que volvieron a mí y que creía haber olvidado... No estaba preparada para el enfrentamiento y me costaba dar con algo interesante con que llamar tu atención. Sin lugar a dudas, resultaba mucho más fácil con los mensajes vía móvil, donde el anonimato visual propiciaba ser ocurrente, picante y hasta osada; pero de pie, ante ti Eran tantas tus experiencias y aventuras y de tal calibre, que mi vida a tu lado carecía de brillo. Pensándolo bien; ni color tenía.
Nada en mi memoria podía competir con tu nueva hazaña a la que te habían faltado horas para mostrar públicamente colgando las fotografías en tu cuenta de red social donde se te veía en plena caída libre. Eran espectaculares, como todas las que subías semanalmente. Tan sólo verlas, se apoderó de mí una horrible sensación de estar malgastando el tiempo con banalidades. Este era el efecto que tenías en mí: hacerme sentir insignificante.
Venías del club, tan sólo apto para familias selectas, con tu ipod de última generación en una mano y en la otra, tu habitual pitillo. Me fijé en tu sudadera vintage de modelo original y recordé una parecida de la que me vi obligada a prescindir por falta de espacio en el pequeño apartamento donde tuve que vivir durante la separación. ¡A ti ni te había salpicado! Ni tu mujer, ni tus hijos, ni tus amistades, se enteraron de lo nuestro. Tan sólo yo salí perjudicada y me costaba cargar con todas las culpas. Tanto resentimiento
Había momentos en los que deseaba ser como tú y, a veces, te aborrecía, a ti, a todo lo que te rodeaba y a lo que tu estatus implicaba. Sabes, creo que por eso te seduje: para desquitarme, para dominarte y para que padecieras la atadura de depender de mi antojo. Sé que lo conseguí y durante aquellos meses, mi autoestima saneó, gozando de la seguridad que da el poder. Pero mi reinado acabó antes de ser coronada, supongo que por carecer de la experiencia necesaria para controlar unos actos que resultaban nuevos para mí, siendo ellos los que acabaron por delatarme.
Todo se descubrió, aunque el hallazgo fue unilateral y tú, como hombre de leyes, supiste muy bien cómo convencer al otro, quien prefirió dejarse engañar a escuchar la verdad y tener que afrontarse a ti. Una vez más, saliste airoso, pero yo Aquel día descubrí la relación entre parecer un hombre valiente y ser un hombre con poder y posición, pues ambas fortunas son suficientes para ocultar su cobardía.
Dicen que cada uno tiene lo que se merece, aunque no sé en qué momento decidí merecer padecer el cáncer. Contemplaba a tus hijas, con su larga y rubia melena ondeando al viento. No es que deseara ser rubia pero, ¡echaba tanto de menos mi preciosa cabellera oscura! Ni las extensiones ya aliviaban mi femenina frustración, pues a pesar de que al principio daban el pego, ya se me antojaban un pegote.
Siempre me había preocupado llevar una vida sana y tú, fumando una cajetilla de cigarrillos diaria, a tus 54 años, habías salido indemne. ¡Ni en la salud me dabas ventaja! Y que conste que no estoy juzgando tu vida, tan sólo manifestando mis celos por lo que tú siempre has tenido y a mí se me ha negado.
Sin duda alguna, tus logros siempre tenían que ser superiores a los míos: si yo daba una charla ante 200 personas, tú comparecías ante el tribunal superior de Justicia; si yo iba de viaje a Egipto, tú hacías la travesía por el desierto ¡era tan frustrante!
Conservabas a toda tu familia y a pesar de que creo que de poco te servían, pues tu ego te abastecía lo suficiente, sí los necesitabas como público. Yo de pequeña fui perdiendo las figuras familiares hasta quedarme huérfana y darme cuenta de que tan sólo me tenía a mí misma lo cual, antes de conocerte me bastaba, pero desde que entraste en mi vida, no he dejado de pensar ¿qué sentido tienen mis éxitos personales si no los puedo compartir?.
Tu arrollador ritmo de vida me fascinaba y tu deseo por poseerme me confundía al no saber descifrar qué habías visto en mí que no tuvieras ya en tu feudo.
Ya te despedías, pues temías no llegar a tiempo para recoger tu inseparable cazadora de piel que llevabas para conducir tu flamante 750 deportiva y entonces me fijé que hasta tus tejanos estaban planchados con la raya. Claro; había olvidado que disponías de asistenta. Eso es lo que tenía haber nacido en una cuna adinerada y haberse casado con una mujer todavía mejor aposentada.
Y me seguía preguntando: ¿qué veía en ti, si tanto dolor me provocabas? Pues, ¿sabes?, tenías la capacidad de levantarme el ánimo y, cuando estaba hecha polvo, me apoyabas en todo y me ofrecías tu mano. Siempre estabas pendiente de mí, pero no te dabas cuenta de que todo lo que lucías ante mis ojos quedaba clavado en mi magullado ser, sin darle tiempo a que las heridas sanasen.
Nada te asustaba ni te frenaba. Lo que pensaran los demás te tenía sin cuidado y no te afectaba en absoluto; no era de extrañar, pues tu patrimonio y tu estatus social te garantizaban bienestar y te otorgaban poder.
Fíjate, con lo mal que tratabas a algunos vecinos y esos eran los que más te respetaban; ¿te acuerdas al que le dejaste en su puerta la basura que retuvo en la escalera durante todo el día mal oliendo? Ahora cuando te veía, hasta te hacía reverencias y a mí, que un día le manifesté con exquisita cortesía la molestia que me provocaba el volumen elevado de su TV, dejó de saludarme ¿Se te ocurre cuál es la diferencia? ¿Quizás que tú eres alguien importante por tu posición, apellido, y yo, tan sólo una inquilina, funcionaria y con un apellido sin solera?
Un nos vemos, y cada uno siguió su camino aunque en el mío, una avalancha de frustrantes sentimientos me dificultaba el avance. Me di la vuelta para observarte. A pesar de tu corta estatura y tus piernas arqueadas, tu porte erguido, orgulloso y satisfecho de ti mismo, maquillaba cualquier defecto. Intenté seguir tu ejemplo pero mis heridas rezumaban y quería evitar a toda costa que nadie las viera sangrar.
Llegué a casa cabizbaja, como si estuviera soportando una losa sobre mi cabeza y volví a mirar tus fotografías cayendo en el aire. Contacté con mi cuenta social en la red y, una vez más, observé que la vida que allí se reflejaba resultaba tan insulsa y patética que decidí desactivarla; desaparecer del mundo virtual.
¿Estás segura?me pedía el sistema.
Sicontesté con furia y con lágrimas en los ojos.
Quizás no era nadie importante pero, en mi ático de alquiler compartido, cinco pisos por encima de tus bajos, y con un descapotable compartiendo parking cara a cara con tu utilitario familiar me sentía protegida y no deseaba que nada, y mucho menos una red social, te permitiera alterar la paz de mi humilde rincón.
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