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La religión ya no podía salvarlo. Tampoco la medicina ni el cuidado.
Su enfermedad no tiene remedio ni cura, al igual que la locura.
No era una persona capaz de amar o ser amada. Era un hombre grotesco y la pereza su gran perdición. Tal persona fue que ni siquiera logró liadiar con su propia existencia, con su vida.
Su edad no importa porque ni él la conocía.
No se percató de lo fácil que es amar, ya que nunca lo hizo. Pero tampoco llegó a odiar. En realidad, nunca sintió.
Al fin y al cabo, él no era un hombre.
Solo un intento de serlo.
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