SEXO "IN ITINERE"

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 Últimamente parecía que mi cabeza fuera por libre. Había bajado a la vía equivocada y viajaba en sentido contrario a mi destino. Pero ya era demasiado tarde; las puertas del vagón se cerraban y el indicador luminoso de la ruta me informaba de mi error. Blasfemé en silencio, aunque no lo suficiente y él se percató de mi contratiempo. Me miró desde su asiento y la sonrisa en sus ojos aplacó mi mal humor.

El vagón iba lleno y no me quedó otra alternativa que quedarme de pie delante de él. Le miré de reojo: sus ojos estaban fijos en el cinturón de mi falda; casi daban la sensación de querer desabrochar la hebilla. Fue bajando la mirada, repasando todos los cuadros escoceses del estampado de mi falda, hasta detenerse a la altura de mi pubis.

Sentí como invadía mi intimidad y junté las piernas. Él levanto la ceja derecha y abrió las suyas. Volvió a mirarme, esta vez sin sonrisa, retándome a seguirlo con los ojos hasta su entrepierna. Allí introdujo su mano en el bolsillo del pantalón y la fina franela del traje se abultó. No podía disimular mi excitación y crucé las piernas, pero lo único que conseguí fue clavar la braguita entre mis labios.

El convoy frenó y perdí el equilibrio abalanzándome sobre él. Durante unos segundos nuestras bocas casi se tocaron, nuestros labios se entreabrieron y las lenguas los humedecieron.

  Me ayudó a incorporarme cogiéndome por la cintura y dejando resbalar las manos por mis caderas. El asiento contiguo al suyo quedó vacío y me senté a su lado. El gesto acortó la falda y la parte de mis muslos que no cubrían las medias, quedó desnuda. Él separó más sus piernas y cuando contactó con la mía, su mano volvió al bolsillo, esta vez para rozar mi pierna con sus dedos.

El convoy describió una curva pronunciada y se dejó caer sobre mí, presionando mi pecho con su antebrazo. Me giré y le miré. El hizo lo mismo. Aquellas miradas eran pura pasión.

Las puertas del vagón se abrieron, invitándonos a caer en la tentación. Sin pensarlo, le cogí de la mano, nos levantamos, salimos y corrimos por el andén hasta llegar al ascensor. Aquel habitáculo estrecho y anónimo nos proporcionaba la poca intimidad que necesitábamos. Le arrastré al interior y pulsé el botón de subida.

Conocía la estación: era una de las más profundas de la ciudad y, a pesar de que disponíamos de poco tiempo antes de que alguien pudiera interrumpirnos, era suficiente.

Mientras él me arremangaba la falda, yo le desabrochaba el pantalón; mientras él me bajaba las bragas, yo le descapullaba; mientras el me cogía en brazos, yo separaba mis piernas y cruzaba los pies en su espalda. Mientras él me penetraba con su duro miembro, mis labios lo apretaban con todas sus fuerzas. Mientras los dos galopábamos y gemíamos, el orgasmo se acercaba, al igual que el final del trayecto.  

Todavía excitados, el ascensor fue disminuyendo su velocidad. Todavía jadeando, nuestras ropas volvieron a cubrir nuestros sexos. Todavía agitados, el habitáculo se detuvo. Todavía con deseo reprimido, las puertas se abrieron: “¿mañana a la misma hora?”

Todavía envueltos por el olor de nuestro sexo, dejamos paso a los nuevos viajeros.


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