Una vez hace muchos años, quizás en otra vida, conocí por casualidad a un viejo muy particular. Nunca supe si no estaba loco, pero era tan agradable conversar con él, que no importaba cuanta veracidad tuvieran sus discursos; me envolvían tanto que me sentía parte de sus relatos, y hasta confieso que a veces llegué a enojarme cuando me sentía excluido de alguna de sus andanzas fantásticas. Era un hombre de estatura media, poco robusto, de piel trigueña percutida por el sol, barba desprolija y con cejas muy pronunciadas. No podía quitar mi mirada de sus manos; me llamaba poderosamente la atención la crudeza con la que las trataba. Abandonadas más que el resto de su cuerpo, parecía que las odiara y las golpeara constantemente. Sus dedos se perdían en un fuerte tinte de sangre donde el tiempo se había encargado de mantenerlo para siempre. Eran manos agresivas, castigadas, y cargaban un dolor interno tan inmenso que preferí nunca saberlo.
Un día cualquiera, ya ni recuerdo la hora, ni si era primavera o verano, lo vi de lejos sentado al lado del arroyo. No había viento pero las ramas de los arboles se movían y sus hojas se tambaleaban al unisono. A pesar de ello, había tanta calma que se escuchaban las carcajadas del viejo como si las tuviera adentro de mi cabeza. Me acerqué desconcertado pensando cual sería la razón de semejante festín. Él ni siquiera percibía mi presencia; estaba tan concentrado en su felicidad que nada mas le importaba. Me arrodillé a su costado y con una mano en su hombro le avisé que allí estaba para compartir seguramente alguna disparatada nueva aventura. Pero siguió en su mundo; miraba para arriba como recargando risa, y otra vez emanaba carcajadas, como si le salieran por cada uno de los poros de su piel. Esperé unos minutos y de repente cerró su boca pegando sus labios tan prolijamente que parecían uno solo. Me miró fijamente sin hablarme mientras sus ojos se inundaban de lagrimas potentes, pesadas y tan densas que se hicieron mías...Mis mejillas se empaparon de tristeza y al borde del llanto quería preguntarle qué le estaba sucediendo. Pero no podía, el respeto al silencio fue más grande y dejé que llorara...Quise irme y dejarlo solo cuando noté que sus manos esta vez no sangraban. Apretadas fuertemente entre sí parecían una sola, y casi abandonadas por la propia piel no se soltaban. El viejo concentraba toda su fuerza en sus manos... pero esta vez ya no estaban sangrando. Les quitó la mirada de encima, levantó su cabeza y me miró a los ojos como nunca antes lo había hecho, como si quisiera confesarme el secreto más profundo de su vida...Después de eso, me fui...
Los años pasaron y desde aquel día nunca más supe de él. Tengo un recuerdo tan marcado de su mirada que creo que hoy continúa observándome mientras sus lágrimas recorren su cara sucia y barbuda. Hay momentos en que deseo volver el tiempo atrás y abrazar al viejo hombre para devolverle mi admiración, y pedirle disculpas por no abrazarlo cuando lo dejé envuelto en llantos junto al arroyo. Hoy entendí que ese día cualquiera, sin saber la hora ni tampoco si era verano o primavera, no había sido cualquier día para él; había sido el día en que comenzó a amarse y a querer cambiar. Seguramente desde entonces ya sus manos no sangraron y aunque yo sí las vi lastimadas y maltratadas, el tiempo las iría cicatrizando. Hoy también entendí que ese día solamente el viejo pudo llorar y reír por algo tan profundo y genuino para él pero tan ajeno y simple para mí. Ahora ya no siento culpa...sino alivio porque hoy he comprendido.
MNA
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