Don Abel sacó su encendedor del bolsillo, prendió el penúltimo cigarrillo y cerró la puerta del fondo asegurándose de que no se abriera con la más mínima correntada de alguna ventana rota. Hacía mucho frío y pensó que salir tarde en la noche a conseguir otro paquete le perjudicaría su tos crónica. El último lo fumaría a la madrugada, junto con su irremplazable café negro del día anterior. Era una combinación perfecta, sabrosa y totalmente necesaria para la vida nocturna de don Abel.
El invierno estaba siendo muy cruel; no tenía compasión por la gente, y menos aún por este anciano débil y solitario que convivía con el calor de su fogata que le endulzaba el interior de su negocio donde pasaba algunas largas noches de su vida adelantando trabajo para el día siguiente. Se había avocado por completo a su empleo desde que enviudó, y sin haber podido tener hijos por su esterilidad, no hacía otra cosa que trabajar; era lo que amaba, lo que sabía hacer con total placer.
Era la única carpintería de la pequeña ciudad donde vivía Abel. La heredó de su padre, quien le delegó a su hijo desde temprana edad ese hermoso oficio. Se crió entre maderas, y la herencia familiar le había permitido una tranquila estabilidad económica aunque no abundante. Era un personaje totalmente adorable. La gente lo quería, lo respetaba, le consultaba. Era aquel sujeto inmortal, abuelo de todos los niños que constantemente abría su alma para donar ternura; quizás porque nunca pudo tener en su falda a un nieto de sangre. Y don Abel padecía eso, le raspaba en su interior como una espina de rosa.
Tenía en su altillo una biblioteca descuidada, con polvo que disfrazaba los libros y los cubría de una manta de tierra que pocas veces al mes éste viejo anciano se acordaba de limpiar. Pero constantemente sacaba y guardaba libros, que los elegía cuidadosamente para leerles a los niños del pueblo. Una vez por semana los esperaba en su carpintería con alguna historia para relatarles. Era un excelente orador, y les daba a sus cuentos un gran toque de misterio e incertidumbre que lograba generar un realismo asombrador y atrapante.
Los mismos cinco chicos eran el público perseverante que don Abel se había ganado. Religiosamente los jueves lo dedicaban a concurrir a la carpintería de éste adorable viejo y aprovecharlo hasta tarde. Pero el último jueves, uno de ellos no fue. Era el hijo del abogado del pueblo, que justamente Abel le había tomado mucho cariño, ya que en mas de una oportunidad llegaba con moretones y golpes en su pequeño cuerpo infantil. El niño nunca contaba nada, se envolvía en un silencio oscuro cuando alguien le preguntaba. Se sospechaba que su propio padre era quien lo golpeaba. Hacía años que el alcohol se había adueñado de su conducta, y nunca creyó en las rehabilitaciones para tratar de llevar una vida normal. No había pruebas contundentes, pero los rumores que corrían no se alejaban mucho de sus reiteradas conductas en el centro comercial, la escuela, o la misma carpintería. Desde ese entonces, Abel tomò distancia, bronca, y un rencor angustiante hacia el abogado que lo intranquilizaban cuando el niño llegaba en esas condiciones. Su lazo entonces fue más que fuerte, tratando de protegerlo y mimarlo ante el desamparo de esa criatura frente a la crueldad de su padre.
Ese viernes siguiente, el pueblo entró en un alboroto. El abogado había desaparecido hacía dos días y nadie tenía noticias acerca de él. Su esposa lloraba desconsoladamente; su débil personalidad agravaba su fragilidad y su falta de decisión ante una situación de esa índole. También era victima del alcoholismo irreversible de su marido, pero su sumisión le enceguecía su carácter, condicionándola a una triste rutina servicial y denigrante.
Nunca antes alguien había desaparecido. Era una ciudad muy tranquila donde todos se conocían y se respetaban, por lo menos de la puerta para afuera. A partir de ahí, cada familia se enredaba en sus propios conflictos.
El viejo carpintero fue el primero en acercarse a la casa del abogado y cuidar de su niño amado. Necesitaba estar con él, protegerlo. Su alma se lo pedía, y lo sufría en carne propia. Lo abrazó con fuerza y lo contuvo durante todo el día. La madre del pequeño había sido superada por la conmoción, y solo con ayuda de los sedantes había estado reposando en su habitación desde la mañana temprano. Abel le llevó unos libros, y leyó junto al niño historias de las más divertidas. Le agregó comicidad a sus relatos y así transformó esa tarde áspera y desconcertante en un momento grato y reconfortante. Tenia ese mágico don de cambiar realidades por irrealidades en cuestión de segundos, generar confusión entre una y otra y adelantar paralelamente las agujas del reloj, para que todo pasara más rápidamente, y sin que nadie lo notara siquiera. Era un hombre especial, de eso no había dudas
Al caer la tarde, y cuando la madre del pequeño ya había abandonado su prolongado reposo, Abel decidió retirarse y volver a su hogar. Estaba invadido por las lágrimas del niño que de a ratos habían asomado y recorrido esa cara triste y débil y que por momentos solo se conservaban en sus ojos, sin caerse
La policía visitó casa por casa, interrogando a cada uno de los pueblinos. No tardó en llegar a lo del viejo. El buen hombre los recibió un tanto acongojado, otro tanto despistado. Les ofreció chequear su carpintería, que estaba a la vuelta y que no tardarían más de quince minutos. Pero el comisario se negó, argumentando en su confianza y la buena fe que caracterizaba al anciano. Era una falta de respeto hacia él dudar de su esencia humana; estaba intacta y sana, y no querían ensuciarla. Esas fueron las palabras del comisario al atravesar la puerta de la casa de Abel, cuando el despido se mezcló con un fuerte apretón de manos.
Y así el anciano se fue a su negocio enfrentando el frío de la noche. Su pesado saco de lana lo cubría casi hasta las rodillas. Su renguera le impedía agilizar el trayecto, y su tos era tan recurrente como su misma respiración. Se le había hecho tarde, le esperaba una larga madrugada solitaria.
Una vez mas sacó su encendedor del bolsillo, prendió el último cigarrillo y abrió la puerta del fondo. La cruzó pero ésta vez ya sin importarle si quedaría cerrada al pasar. Preparó la soga, y se ahorcó junto al cadáver del abogado que hacia dos días colgaba y se balanceaba tal vez por la correntada de alguna ventana rota
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