Reencuentro fortuito

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Mi vida junto a ella fue como la de tantas otras parejas. La pasión inicial se transformó en un deseo que satisfacíamos torpemente por la comodidad que ofrece la cercanía de la persona con la que compartes techo, mesa y cama. Cuando el deseo se fue desvaneciendo, dejó paso a la rutina, y ésta, al contacto puramente mecánico. Sólo fue cuestión de que el tiempo nos abriera los ojos y desvelara la inutilidad de mantener nuestra unión.

Hacía quince años que no sabía nada de ella, y una tarde calurosa de verano la casualidad nos reunió en el mismo vagón del metro. Nos reconocimos inmediatamente. Quedé sorprendido. Estaba más desenvuelta, su rostro había adquirido rasgos de una belleza madura, plena, radiante. Su cuerpo era esbelto y las curvas resaltaban una figura sinuosa. El saludo fue cálido y afectuoso. Percibí netamente el olor perfumado de su piel cuando acerqué mis labios para besar su mejilla. Hablamos de todo lo que nos había sucedido durante esos años. La conversación, interminable, nos condujo fuera del tren, a un bar, de ahí a un restaurante y después a su casa.

Subiendo en el ascensor, besé sus labios. Con las manos en su cintura la atraje fuertemente hacia mí. Su pubis se clavó en mi pene fláccido, produciendo una instantánea excitación. La erección fue inmediata. Mi polla luchaba por abrirse paso en la estrechez de ambos cuerpos. Ella se aferraba y restregaba como una gata en celo. Movía sus caderas, estrujaba sus mullidas tetas contra mi pecho con la lengua dentro de mi boca. No la reconocía. Nunca la había visto así.

Salimos del ascensor y entramos en el apartamento. A través de un largo pasillo nos dirigimos hacia el salón. Estaba completamente desordenado. Cuando vivíamos juntos, el orden, la limpieza impoluta y el protocolo eran su catecismo. De encima de un mueble cogí una botella de coñac, serví dos copas y me senté con la mía en el sofá. Levanté la copa brindando y ella hizo lo propio. Bebimos un buen trago, luego otro. Las copas quedaron vacías. Ella se acercó con la botella en la mano y se arrodilló frente a mí, colocando una pierna a cada lado de mis caderas, y llenó las dos copas que sosteníamos. Dejó la botella en una mesita contigua y se sentó sobre mis muslos. Acerqué mi copa a sus labios y sorbió lentamente todo su contenido, lamiendo a continuación el cristal con los ojos brillantes, fijos en los míos, con mirada intensa y provocativa. Pegó su copa a mis labios y bebí. Tras inclinarse y dejar las copas en la mesita, situó su vulva sobre mi polla y dejó caer todo el peso de su cuerpo. El calor intenso que salía de su vagina me endureció el pene como una roca. Presionaba con su pubis hasta hacerme daño, frotaba y se movía, folleteando, agarrada a mis hombros. Desabroché su vestido y lo tiré contra una silla. Le quité el sujetador y las bragas. Seguía con su espesa capa de pelo rizado que cubría toda su vulva. Me arrancó a toda prisa la ropa que llevaba puesta y se sentó otra vez sobre mí introduciendo mi verga entre la negra mata de pelo, que quedó impregnada con la humedad de su coño. Con sus músculos apretaba sucesivamente la vagina estrujando mi capullo en su interior. Lo masajeaba moviendo la pelvis con un baile rítmico que me producía un placer intenso. Nunca antes había hecho esto. Era una delicia. Tenía la verga cogida como una presa. La presionaba y succionaba como si se la fuese a tragar. Aquello me enloquecía y ella se daba cuenta. Estaba desatada. Se movía rápidamente con la mirada clavada en mis ojos, jadeando, como si montase un caballo al galope, dejando caer el culo sobre mis testículos doloridos ¡Te voy a ordeñar!, gritaba, ¡Te voy a dejar seco!

Estaba estupefacto, no me lo podía creer. Había cambiado, no era la boba recatada de antes. Yo estaba casi inmovilizado y sólo podía agarrar sus tetas, que se balanceaban de un lado a otro, arriba y abajo, acariciarlas, apretarlas contra su pecho, magrearlas. Con los dedos atenacé sus pezones, tirando de ellos a intervalos regulares ¡Yo te voy a ordeñar a ti, golfa!, mascullé. Aquello la sacó de sus casillas. Estaba roja, saltaba frenéticamente, gritaba sin parar, convulsa. Con la mirada en el infinito, tuvo un orgasmo.

No cedió, empeñada en su propósito, seguía retorciéndose, comprimiendo con su vagina mi pene, moviendo sus caderas adelante y atrás. Conocía todas mis reacciones, y cuando percibió que llegaba el momento, se retiró, se arrodilló en el suelo, cogió la polla con la mano y se la llevó a la boca chupándola. Mamaba como una loba ¡Córrete, cabrón!, soltó cuando me vio jadear agitadamente. Se introdujo de nuevo la verga en la boca y en pocos segundos borbotones de leche estaban proyectándose en su interior. Era la primera vez que me corría en su boca.

En pie los dos, la besé. La textura del semen penetró dentro de mí. Volví a llenar las copas, bebimos y charlamos. Me encontraba feliz, en éxtasis, trastornado. La cogí del brazo y la empujé inclinándola boca abajo hacia el sofá, con los brazos sobre el asiento y las rodillas separadas en la alfombra. Me sentía excitado y salvaje. Di unas sonoras palmadas en sus nalgas que ondulaban como temblorosos flanes. Las acaricié, magreé, pellizqué y chupeteé. Las separé con las manos. Acerqué la boca y deslicé mi lengua hasta encontrar la suavidad de los labios de su coño y notar el sabor dulce y pegajoso del líquido que salía de su vagina. Chupé su clítoris una y otra vez, metí mi polla en el agujero sonrosado del mejillón y, agarrándola por los brazos hacia atrás, comencé a follarla con rabia. Mi pubis golpeaba con fuerza sus carnosas nalgonas. Sus gritos entrecortados por las embestidas me animaban a seguir. Ella estaba aprisionada y se dejaba llevar. Soltando sus brazos, sujeté sus caderas y tiré con fuerza de ella hacia mí. La punta de mi polla percutió contra el cuello del útero con violencia arrancando a ambos un grito de dolor que enseguida quedó ahogado por la excitación y el ardor que nos quemaba. La sacudía como una muñeca. Nuestros cuerpos estaban empapados, gotas de sudor se deslizaban por la raja de su culo, sus glúteos tersos brillaban, los fluidos de su vagina teñían de blanco la piel de mi pene que entraba y salía de la cavidad al compás de gemidos que sonaban como estertores de un animal herido. Dulces espasmos nos dejaron finalmente sin aliento, inmóviles, agotados.

Salí de dentro de ella, y nos quedamos sentados sobre la alfombra, uno frente al otro. Mirándome fijamente, pensativa, me dijo: Has cambiado, no eres el mariquita de antes.

Rufus


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