Te recuerdo siendo niños, en el parque. Eras la única que se percataba de mi presencia, te sentabas a mi lado y jugábamos con la arena, como podíamos. A nuestra manera. Y ya desde entonces pensé, que la persona especial eras tú. Nuestras pequeñas manos se entrelazaban entre el barro, y pegajosas por intercambiar un caramelo, en la ignorancia de los escrúpulos. Y bailábamos al ritmo de tu infantil tarareo, y te pisaba. Nunca tuve ritmo, pero si las ganas de gustarte.
Crecimos y no tuvimos muchas ocasiones de compartir conversaciones, excepto en las noches de verano que pasábamos sentados en el paseo, junto a un mar que aún puedo respirar. A mí me costaba salir, la vergüenza detenía a mi ímpetu por escuchar tu nueva voz, seguíamos creciendo, nuestros cuerpos cambiaban .Incluso el tacto de tus manos, ya no era el mismo desde que trabajabas esas mañanas con tu padre en el puerto.
Aún puedo percibir el viento en aquella plaza por la que nadie transitaba, aún percibo las gotas de lluvia que resbalaban por mi afilada nariz, mientras hablamos sin parar y sin despedirnos en medio de la noche más profunda, esperando a que uno de los dos se decidiera a besarnos.
Aún recuerdo después de tantos años, incluso después de tener a nuestros hijos, casi las primeras palabras inocentes que me susurraste al oído:
-¿Que sueñan los ciegos?
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