Asiduamente se huele los dedos de las manos y tres cuartas partes de las veces que lo hace continúa hacia el lavabo del baño para cubrirlos de jabón líquido. Los entrecruza con asombrosa agilidad y destreza hasta conseguir un copo de espuma brillante, fresco, envolvente, exquisito Las pequeñas burbujas que logran desprenderse cambian de color como un camaleón en pleno desarrollo viril y duran de dos a tres segundos en el aire; luego se desintegran en millones de partículas que, como si estuvieran en estado de ebriedad, se dirigen sin rumbo al infinito incierto. Acto seguido, aloja la bola de espuma higiénica en su palma izquierda e intenta conservarle su integridad como rindiéndole un tributo majestuoso y especial, como si fuese el tesoro más preciado que el ser humano hubiese contemplado jamás. Cuatro segundos después, baja su cabeza hacia la mano anfitriona y con amor, con mucho amor, arrima su nariz puntiaguda hasta sentir la suavidad de la materia efímera. Como buen sujeto capaz de controlar sus impulsos, mantiene sus labios pegados entre sí para evitar que cualquier correntada de aire pulmonar quisiera emanciparse e irrumpir el placentero ritual. Un segundo más tarde activa su órgano inhalador y se deja penetrar por ese aroma primaveral, resultado tal vez de la rica mezcla de las flores más exóticas de algún valle encantado. Sus poros se accionan coralmente y premian a su parte receptiva regalándole el delicioso instante de transitar por el mundo de la fantasía; producto de la conjugación perfecta entre tanta fragancia. Se genera cierta confusión puesto que no es sencilla la labor detectivesca de reconocimiento de aromas. De todas maneras, ésto queda relegado a segundo plano, priorizando seguramente el simple hecho de viajar con la imaginación y formar parte de ese otro universo utópico e ideal al que todos hemos acudido en más quinientas o seiscientas oportunidades a lo largo de nuestras vidas.
Sus ojos continúan cerrados durante siete u ocho segundos más, y ya en el instante siguiente lentamemente abre el derecho, como si una persiana pesada luchara imponentemente contra su oxidada roldana y quisiera derrotarla en una sangrienta batalla campal. Finalmente su ojo izquierdo copia al otro al pie de la letra y en centésimas de segundo ambos parpados se disponen a dejar al descubierto el azul furioso que rodea a las pupilas y que intensifican extremadamente la mirada cínica y frenética que lo caracteriza. Como si tuviese reacción automática por acto reflejo, el dedo índice de la mano derecha se arma en posición de ataque y cual misil ruso en plena guerra mundial, decide encarar su objetivo espumoso para atravesarlo justo por el medio y lograr una lluvia de partículas que se desparraman por el aire, maquillando la mano entera con frescura y suavidad. Se repite la acción unas tres o cuatro veces hasta asegurarse de que la palma izquierda quede libre de culpa y cargo. Virgen y rejuvenecida estará lista para transmitir toda su experiencia a su mano gemela y comenzar nuevamente todo el arte higiénico.
Tres minutos más tarde se desata una catarata de agua pura, limpia, cristalina, sonoramente perfecta, que choca atrevidamente contra la bacha y la amenaza con inundarla hasta lograr su muerte. Así el líquido gana su lugar y su permanencia se vuelve indiscutible. Preparado el terreno, ambas manos se observan de reojo, y como si estuvieran acordando con la mirada, emprenden la odisea hacia la cascada: manantial de pureza y pulcritud, fuente de energía y valor, la pieza fundamental y hegemónica de nuestro mundo; tal vez el embrión primogénito fundador de la mismísima vida.Como si resonaran tambores de aviso alertando la entrada del rey, el instante tal vez mas anhelado anuncia su llegada: el enjuague final; el acto completo de amor y dolor que se desprende de los resabios espumosos en vías de un suicidio anunciado. La piel por la piel misma se siente desnuda y despojada pero tan limpia y pura. Padece de sentimientos encontrados jamás resueltos; un mal necesario que acosa a la cruel decisión de continuar alojando al jabón, o por el contrario desecharlo y verlo desaparecer lentamente hasta que se pierda en el lejano horizonte del agujero del lavabo. La dura opción por la segunda alternativa decanta casi instintivamente y entonces la escena del crimen se instala como cierre novelesco, con algunas lágrimas que profundizan la situación. Ocho segundos después, cuando todo hubo finalizado, cuando ya no queda espacio para arrepentimiento ni perdón, cuando el mundo empieza a cambiar a partir de entonces, cuando el minuto cero se posiciona para el puntapié inicial de la gran cuenta regresiva, cuando se toman decisiones cruciales que pueden modificar la humanidad entera, recién ahí, con las manos húmedas para evitar la sequedad raspante de la piel, la luz del baño se apaga para volver a prenderse seguramente en dieciséis o diecisiete minutos cuando todo comience de nuevo.
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