Como todas las tardes salí al patio a respirar un poco de aire, y si era
posible, recibir algunos rayos solares sobre mi piel.
Aprovechando el inmenso parque del fondo de la gran casa, me dispuse a observar la variedad de pájaros que parecía habitar en él.
Según me dicen, estas aves tienen nombre propio (aunque a mi me suena más a apodos), pasando porla Calandria, el pequeño Corbatita, el gritón del Tero, alguna que otra Paloma, pero el que siempre me llamó la atenciones es el llamado Benteveo.
Aparece con su dorso y larga cola de color pardo, pecho y vientre amarillo, y cabeza negra con un antifaz blanco que redondea su hermosura.
Tiene una apariencia mansa y siempre hay uno de ellos que se me acerca apoyándose en una baranda que rodea el jardín, trayendo alimento en su pico, el que trata de romper a picotazos en el madero superior.
Supongo que es un fruto de algún árbol vecino, el que no puede ingerir por su tamaño.
Fue entonces esa tarde, que este bello pájaro vuela hacia mi con su comida entre su pico y aterriza junto a mis pies. Me mira firmemente, y me pregunta en un perfecto español, si lo podría ayudar con su bocado.
Perplejo, respondo que con todo gusto, pero con la condición de que él me ayude a volar.
Después de varias vueltas a la manzana, él sigue vuelo, y yo, planeando como un halcón, me dejo caer suavemente sobre el patio de la gran casa.
En ese momento aparece el gentil hombre vestido de verde que me trae la merienda todas las tardes, y me dice:
--A ver Ignacio, primero las pastillas y después el café con leche, las tostadas con jalea y el jugo de naranja
Yo miro a mi buen amigo y pienso que si no fuera por él, ya me hubiese ido de esta jaula volando hacia la libertad.
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