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Sentí como si de un momento a otro esa habitación dentro de mí hubiese quedado completamente vacía. En mi pecho, muy profundo ya no se sentía ningún paso desorientado, ningún grito confuso, ninguna falsa alegría. Ninguna rabieta golpeaba el suelo de mi alma. Y el miedo a lo posible ya no acariciaba las paredes de mis recuerdos. Había un silencio tan sereno que podía escucharlo como unas corcheas saltarinas y otras fusas desquiciadas. No era cálido, ni frío. No me agradaba, ni me disgustaba.  Sentí como la puerta se cerraba: lenta, pesada, muda y definitiva.


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