La vida de Ernesto

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 La vida de Ernesto ya no era la misma. Ni él podía explicar porque, pero lo sabía. Por momentos lo pensaba, mientras meditaba en su habitación, que en las buenas épocas de su vida supo ser un amplió salón lleno de luz solar y de espacio para su esparcimiento, y en la que hoy, distante de aquello, apenas cabía su cuerpo, y reinaba el silencio, la soledad y la oscuridad.

Estaba rondando en su cerebro como una idea fija, pero Ernesto no terminaba de aceptarlo. Le dolía en lo más profundo del alma la sola posibilidad de asumir que su vida ya no era la misma de antes, que algo, o muchas cosas, habían cambiado.

Pero era una realidad innegable. Una realidad que lo rodeaba, y a la vez estaba dentro de su cuerpo.

El lo sabía. Aquel hombre que hoy pisaba los 60 años, de porte alta y fuerte, nariz aguileña y rostro seco, pero varonil; futbolero, nacido y crecido en avellaneda, fanático apasionado de su siempre querido Racing Club, que decidió estudiar contaduría y desenvolverse por si mismo desde muy joven, que siempre se mantuvo en su idea de nunca comprometerse y permanecer soltero –pero nada mal acompañado - , que había llevado una vida en la que nunca faltó la diversión, la amistad, los excesos, pero en la que tampoco le habían sido esquivos los éxitos y la prosperidad, hoy no era el mismo.

Se sentía inapetente, las 24 horas del día. Parecía que comer no fuera, desde ese momento, una necesidad básica en su vida. Su mayor deseo era dormir,  y pocas veces salía de su recinto. Quizá esto pudiera ser una forma de vida normal en otra persona de su edad, pero Ernesto era distinto. Toda la vida fue así. Siempre pareció que los años no pudieran golpearlo, achacarlo, o afectarlo en ningún modo. Siempre, hasta ahora. Era un hombre al que, pese a sus infaltables kilos de más, nunca le faltaban las ganas de caminar, moverse, visitar el club con sus amigos y fumar un rubio mientras miraba a la Academia. Siempre vestido con su chaqueta marrón algo desteñida, era un personaje entrañable y ya conocido de sobra en su barrio, en especial por su vida rutinaria.

Sin embargo, estaba perdiendo eso y lo sabía. No quería asumir ese cambio, pero se apoderaba y era más fuerte que él. Su modo de vida estaba alterado. Dormía durante el día y despertaba por la noche, o al menos eso creía, porque era tanta la oscuridad de la pequeña habitación en la que estaba ahora, que la luz era casi irreconocible. Por días enteros no salía, había dejado de visitar el bar por las noches, y, para aumentar su depresión, ninguno de sus amigos fue a visitarlo o se mostró sorprendido por su nueva actitud. Desde hacía semanas que no trataban de comunicarse con el.

A veces, muy de vez en cuando, Ernesto decidía salir. Lo hacía por las noches. Cruzaba el parque de su casa, -el cual para Ernesto estaba extrañamente distinto-, y caminaba –había notado que lo hacía con mas dificultad – Por unos minutos. Sin embargo, por una extraña razón, la poca gente que a esa hora circulaba por la calle se alejaba de el, atemorizada, o al menos eso creía el. Hasta juraría que algunos gritaban.  Podía ser, simplemente, porque la depresión lo había afectado hasta el punto de sacarle las ganas de bañarse o de higienizarse. Llevaba la misma ropa desde hacía semanas, y su aspecto era cada vez mas demacrado.

Con el tiempo, comenzaron a visitarlo algunos amigos, e incluso su hijo Marcos. Pero eran visitas cortas, tristes y silenciosas. Parecía que simplemente lo hacían porque se sentían obligados. No llevaban temas de charla o nuevas historias, y Ernesto tampoco sentía el ánimo de sacar un tema. Simplemente llegaban, lo observaban de lejos, como a un objeto de exhibición, sin siquiera entrar a su habitación, y así de la nada, casi sin despedirse, se iban. Y nada mejoraba.

Semanas atrás era todo completamente distinto, su vida, su ánimo, su entorno. Pero ahora el estado era crítico. Se sentía abandonado, tirado, amargado. Meditando en su oscura soledad, Ernesto creyó descubrir el punto de partida de su depresión: La enfermedad. Esa enfermedad que había sufrido solo hace semanas, parecía pequeña, insignificante, que solo lo tuvo unos días en cama, con una mínima tos y un pequeño dolor en el pecho, y de la que creía que se había recuperado, había sido el inicio de una situación personal que no paraba de empeorar. Ahora su vida era oscuridad, desolación, suciedad, tristeza. Quizá fue la primera vez en la que realmente Ernesto se sintió muerto, muerto de cuerpo y de alma.

Pero era muy grave para no hacer nada. La solución estaba en él, y en nadie más que en él. Lo sabía. No le había pasado nada que no pudiera resolver por él mismo. En ese momento agradeció sentirse tan solo, porque sabía bien que, de haberle contado sus problemas a sus amigos, estos, como siempre, le habrían recomendado un terapeuta o médico. El no quería eso. Quería buscar por su cuenta la mejora a sus problemas. La repetitiva y sofocante oscuridad de su habitación lo agobiaba. Quería irse, lejos. No importaba adonde. Quería escaparse, a cualquier lugar donde fuera un desconocido. No quería saber nada de sus familiares y sus amigos. Sentía que lo habían traicionado, abandonado, olvidado. El iba a pagarles con la misma moneda. Estaba desesperado, pero decidido. La esperanza de una nueva vida, de recuperación y olvido, comenzaba a nacer en él. La decisión estaba tomada.

Y lo hizo. Mientras la luna llena golpeaba el viejo cementerio en la noche fría, Ernesto abrió la puerta de su sarcófago de un golpe, saliendo del interior con dificultad y se lanzó, tras salir de la bóveda, a caminar entre las lápidas sin dirección, bajo el profundo y oscuro cielo de la noche.

 

 

Desde aquel día, y aun hoy, sigue sin encontrarse su cadáver. Los más fantasiosos especularon con historias de todo tipo, desde Ovnis hasta Teletransportaciones. Aunque, por obvias razones, la principal teoría es que profanaron su tumba y lo robaron. Aún sus familiares siguen reclamando por el cuerpo.

 


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