Fragmento de Super Pocho.

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Todos estaban siguiendo al profesor, como éste esperaba. Yo agradecía enormemente aquella oportunidad de recibir el aire primaveral y contemplar el mar en momentos de estrés como aquél, pero todos ellos estaban en el Sol y lo cierto era que no me apetecía nada imitarlos. Me separé del grupo y busqué un lugar apartado, con sombra, desde donde no me veían. Me senté y cerré los ojos respirando profundamente, deseando que el tiempo se detuviera. Cuando los volví a abrir, ella ya estaba allí:

Me estaba mirando, sorprendida quizás de encontrarse conmigo en aquel sitio, como si acabase de comprender que era una persona de condición introvertida. Ella estaba más guapa que nunca, aunque jamás lo habría reconocido; No se había arreglado nada. Había llevado toda la mañana una trenza que descubría su suave y tibio cuello, pero se la acababa de deshacer. Ahora su pelo ondulado y castaño estaba libre, llegándole un poco más abajo de los hombros, y le ondeaba de forma rebelde a causa del viento de forma que algunos de sus cabellos se quedaban adheridos a sus húmedos labios, con aspecto de micrófono-auricular. Su pelo. 

Era algo que siempre me había hipnotizado. Su pelo, y su mirada. Podía sumergirme en sus ojos y transportarme a tierras muy lejanas, tierras cálidas y fértiles. De nuevo, el calor se extendió por todo mi cuerpo haciéndome creer que había vuelto a ponerme al Sol.

Aquel día ella vestía de manera sencilla: Llevaba unos vaqueros pegados a los que procuraba no mirar demasiado, aunque de vez en cuando no lo podía evitar. La parte de arriba la cubría con una sudadera roja que parecía arder, con una cremallera frontal que se elevaba cerrada hasta la mitad de su esternón, mostrando una camiseta blanca.

Entonces ella me saludó, sonriéndome con la boca pero no con los ojos. Me hizo sentir triste, aunque estaba seguro de que ella no lo notó. Antes de darnos cuenta estabamos sumergidos en una de esas conversaciones de temas banales en las que puedes empezar hablando de tu comunión y terminar en el incendio de Chicago. Ella hablaba deprisa; me contó que se había comprado un vestido y unos zapatos fabulosos para la fiesta, que se haría cosas en el pelo... Pero tuve la extraña certeza de que jamás volvería a verla como en aquel instante. Cada uno de sus detalles me parecía algo perfecto, insuperable. No sólo su imagen; su voz, sus gestos, su mirada... Pensé que, si alguien podía superar aquello, sólo podía ser ella misma. 

La conversación acabó deteriorándose por sí misma, y el hecho de su malestar se tornó evidente. Le pregunté que qué le ocurría y ella al principio me contestó que no era nada y no me preocupase, su voz recorriéndome de arriba a abajo. Ella interpretó mi silencio como insistencia y acabó expresándome por primera vez en voz alta todos sus pensamientos. El estrés atual, el miedo por el futuro, la presión de ciertas presonas, la primavera...

Su pelo.

Antes de darme cuenta me encontré dandole un abrazo, pasándole una mano suavemente por su pelo, de arriba abajo, sin poder evitarlo, y con la otra rodeándole fuertemente la cintura y pegándola a mí. Ella respondió rodeándome la espalda con sus brazos, y entonces tuve la impresión de que finalmente había conseguido que el tiempo se detuviera. Nos mantuvimos así unos segundos y, aunque yo habría permanecido aferrándola eternamente, comencé a aflojar el abrazo cuando noté que sus brazos comenzaban a deslizarse, pero sin embargo sentí que ella juntó las manos en mi cadera y las dejó ahí, sin llegar a soltarme. Yo dejé entonces una mano en la cintura, apretándola tiernamente con los dedos, y la otra en el hombro. Comencé a echar la cabeza hacia atrás, sin separar las caras, y me quedé mirándola muy cerca, casi con las narices en contacto. Ella tenía los ojos húmedos. Vi que tenía algo de pelo en los labios de nuevo, y se los aparté lentamente y con tanto cuidado que parecía que temieseromperla. Pasé la mano por su mejilla y, tras colocarle el pelo detrás de la oreja, acabé acariciándole el cuello. Entonces sentí que estaba atado en mitad de una vía, y que un tren se aproximaba a una velocidad de vértigo dispuesto a tropellarme.

Y nuestros labios se encontraron.


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