De lunes a viernes viajo en el barco para cruzar la ría. Estos días hace mucho frío, el mar se viste con una sucia espuma color amarillenta, los cormoranes huyen buscando un lugar cálido, cerca de las islas. El barco de las ocho de la mañana, siempre va cargado de gente charlatana. La noche no nos ha abandonado y se aprecia alguna que otra estrella entre los nubarrones que nos acechan últimamente. A las nueve camino cerca del viejo vagón, Una figura simbólica que pertenece a la ciudad. El viejo Nicolás, duerme bajo unos cartones humedecidos por el rocío, su cabeza está cubierta por un poncho ennegrecido, sus harapos no le cubren más que la mitad de su escuálida figura, sus pequeños ojos azules, se niegan a ver una día más la triste realidad. Por su lado pasea una pareja de jóvenes con traje y zapatos de político, llevan entre sus manos un café bien caliente y par de tostadas. El ruido de unas tostadas contra el suelo, abre los ojos del viejo Nicolás. El hombre asoma uno de sus brazos al exterior, intentando alcanzarla. Uno de los chicos lo ve y con una leve sonrisa en el rostro, coloca su pie sobre la pequeña tostada, da unos cuantos giros hasta hacerla añicos, Se asegura de que está hecha migajas y se aleja manteniendo la estúpida sonrisa. El viejo Nicolás vuelve a cerrar los ojos a la vida y dando la espalda a la realidad se vuelve a dormir. Unos minutos más tarde pasa por su lado una joven con su nuevo monopatín, Salta las escaleras próximas de dos en dos hasta tropezar con los cartones. La joven se cae al suelo, con rabia insulta al pobre Nicolás y arrastra sus cartones escaleras abajo, le mira con desprecio mientras recoge su regalo. Unas pequeñas lágrimas descienden por las mejillas arrugadas del viejo.
Yo le observo apenada, aceptando en silencio la frialdad de los corazones, me acerco a él con cautela devolviéndole sus húmedos cartones y ofreciéndole la única pieza de fruta que llevo en mi bolso También saco un pañuelo de papel y agachándome junto a él seco sus lágrimas.
Sin decir nada continúo mi camino. A la vuelta, el sol ya calienta con fuerza los huesos del viejo Nicolás. Está de pie junto al vagón, canta una antigua canción de cuna mientras acaricia la cabeza de un pequeño cachorro, hoy es un día tranquilo, no existen armas y mantiene alzada la bandera. Ya no está en pleno campo de batallo, ni le persiguen los rebeldes, ni llora por la muerte de su gran amigo. Hoy es un día, de esos recuerdos felices, de cuando era alguien y todavía existía gente que le quería, de esos que marcan el alma y dejan huella en el corazón.
Mañana no se sabe, el nunca piensa en el mañana, ni en la pura realidad que le rodea, solo vive su triste vida bajo unos cartones y vestido con unos cuantos harapos y una maleta llena de recuerdos.
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