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La profesora estaba tan extasiada con sus propias palabras que no quería para nada interrumpir su cátedra. Ya le había pedido permiso para ir al baño en repetidas ocasiones, ninguna con éxito. Dentro de mi estómago parecía haber una fiesta, una fiesta de ácidos gastros, comida y matería fecal, que interpretaban una música extraña para mis oídos, pero que mis intestinos disfrutaban tanto, que no dejaban de bailar. Insistí de nuevo a mi profesora; nada. De repente lo sentí venir, ya no podía hacer nada. El ambiente se llenó rápidamente de olor a caca. Todos me miraron. Me había cagado.
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