La Piedra del Sacrificio

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No consigo ver bien la carretera, mi casco está inundado de mosquitos despatarrados sobre la visera. A estas horas de la tarde, cuando el sol cae de puro cansancio sobre un fondo que se torna oscuro pero que deja entrever colores rosados y azules, restos de un día hermoso y soleado; es cuando todos los insectos son atraídos por la luz de mi flamante moto y quedan atrapados en la resistencia que oponemos mi vehículo y yo a contra viento.

No llevo una velocidad muy alta, voy sólo de paseo, disfrutando del paisaje. Vislumbro a lo lejos una pared blanca que pertenece a un muro encalado y decido parar allí a descansar un poco y a limpiar el desaguisado de mi casco.

Según voy acercándome distingo un camino de tierra anterior al muro y que se pierde rodeándolo hacia el interior. Lo sigo. Las ruedas patinan en la subida pero después se allana el suelo y no hay gravilla como para derrapar. Aminoro la marcha después de unos metros al encontrarme frente a un portón enorme de verjas de hierro. Paro la moto y me bajo sin quitarle los ojos a lo que veo a través de los huecos de la verja, tan distraído que me olvido poner la pata y casi se me cae el vehículo al suelo.

Me concentro en los quehaceres de parar la moto, es decir, asegurar la moto y quitarme el casco y resto de prendas inútiles para caminar cómodo. Me asomo al interior del recinto apoyando la mano en la puerta que cede fácilmente con mi peso. El sonido que produce es un chirrido estridente que alertaría a cualquier vigilante. Espero unos segundos en silencio por si escucho algún sonido más. No sucede nada y eso me anima a entrar, empujo suavemente el portón a la vez que mis pasos se apresuran a entrar.

Echo un último vistazo dónde he dejado mi moto por rutina, más interesado en lo que puedo encontrar detrás del muro, que en si alguien ve desprotegido mi vehículo y pretende afanarlo.

La noche ha caído y hay unas nubes que tapan la luna dejando el paisaje a oscuras, pero pronto me topo con un hierro que nace del suelo, acostumbro los ojos a esa oscuridad y ayudado de mis manos reconozco una cruz. Me levanto y camino unos pasos más, volviendo a encontrar otra figura idéntica. Me doy cuenta que estoy en un cementerio. No me asusto, tan sólo un escalofrío recorre mi columna poniéndome alerta. No entiendo la razón, pero no puedo marcharme de allí, hay algo que me atrae, una fuerza extraña.

Mi vista se pierde en el horizonte oscuro salpicado por losas blancas cual cielo estrellado. Al fondo veo una luz brillante que me impide distinguir lo que hay. Camino directo a esa luz, como los mosquitos muertos de mi casco, pero eso no me hace temer, sigo atraído y ando como un zombi.

Según voy llegando diviso una figura blanca con forma de mujer y continúo hacia ella. La intensidad de la luz baja y me deja embeber la hermosura y belleza de la fémina. Parezco absorto ante magnífico espectáculo. Tan solo lleva una túnica transparente dejando entrever un cuerpo digno de una diosa, con abundantes curvas deliciosas para cualquier motero.

Recorro esa figura de arriba abajo embelesado sin darme cuenta que ella me devuelve la mirada. Sus ojos negros como el cielo en la noche me invitan a acercarme. Su mirada habla. No se mueve. Y soy yo quién, como flotando, se aproxima a ella hasta tenerla tan cerca que puedo tocarla. Alargo mi mano y acaricio su hombro desnudo sintiendo tangible una suavidad infinita. Sus labios rojos me incitan a besarla y lo hago. Son carnosos, entreabre la boca dejándome hacer una incursión con mi lengua que es muy bienvenida. Nos fundimos en un beso eterno, donde nuestros cuerpos se acercan como un imán, hasta convertirse en uno. Siento tal placer que no me opongo a nada y dejo que las cosas sigan su curso natural. Sus ojos son lo único que puedo ver, pero puedo sentir todo lo demás.

Cada caricia, el tacto de su piel, la humedad de su sexo, la pasión, el calor de nuestros cuerpos, la dureza de mi miembro que llora por entrar en ese cuerpo incandescente.

Con sus manos apoyadas en mis hombros ejerce una fuerza de empuje hacia abajo, indicándome que me siente sobre una piedra que hay detrás de mí.

El calor que inunda mi cuerpo no deja que sienta la piedra fría sobre mi piel desnuda, que como por arte de magia ha llegado a ese estado, pues no recuerdo quitarme ninguna prenda.

Sentado recibo su cuerpo a horcajadas buscando mi sexo duro. Entro en ella con fuerza, está tan mojada que no hay resistencia ninguna, pero noto estrechez en ella, lo que me excita más.

Sus senos bamboleando frente a mi cara en cada cabalgada frenética como un jinete sobre un caballo desbocado. Quiero lamerlos, chuparlos y morder esos pezones erectos, pero el movimiento no me deja, asique con una mano alcanzo a sujetar uno de ellos y estrujarlo entre mis dedos provocando en ella un gemido bastante audible.

Su sexo se contrae en un espasmo, involuntario creo, ejerciendo una fricción mayor sobre mi miembro. Apenas puedo controlar mi orgasmo, voy a explotar dentro de ella. Miro en sus ojos buscando su aprobación y veo oscuridad, algo ha cambiado en ella, la expresión de su cara es terrorífica, me doy cuenta que parece un espectro, está pálida y unos círculos negros y profundos rodean sus ojos. Pierdo mi excitación y la retiro un poco para poder verla mejor. Su mano derecha está alzada y sujeta un cuchillo de grandes dimensiones.

Comprendo que hasta que ella no llegue al orgasmo seguirá hipnotizada y no dirigirá el cuchillo en mi contra, por lo tanto tengo poco tiempo porque siento su vagina tan húmeda que llegan gotas de dicha esencia a mis testículos, eso me excita, pero vuelvo a la realidad. Voy a morir, estoy sobre una piedra de sacrificio de un cementerio y esta mujer va a asesinarme.

Pienso rápido, tengo que empujarla con fuerza lo más lejos que pueda y recoger mi ropa, que diviso cercana. Salir corriendo de allí.

Todo ocurre como a cámara lenta pero se qué son solo segundos.

Ya sobre mi moto, a kilómetros de allí, a salvo de aquella experiencia tan extraña, sólo puedo sentir el viento frio y recordar aquellos ojos negros.


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