Era esa casa deshabitada, su cerrojo antiguo, la puerta con telarañas en las hendijas; que me instaba pensar donde estaría su dueño y su llave y por qué habría dejado sus recuerdos encerrados y custodiados por hilanderas arañas
Se alejó en silencio una mañana del tercer día de la semana, del hermoso pueblo de bareque y tapia, embriagado por la niebla que subía y las tibias luces que precedían a la llegada del día, cabizbajo y decidido, paso a paso en busca de la salida que no quería cruzar, mirando melancólico de reojo las calles que abandonaba, los lugares admirados y seguro de que sus memorias permanecerían intactas hasta el momento del regreso.
La llave en su bolsillo, el bolsillo en su abrigo; su alma en el pecho y su corazón en la villa que dejaba; donde anduvieron sus sueños lentos, tímidos, minuciosos; como labor en filigrana, fraguando lo que hoy, con pena, tenía que desamparar.
Esperanza tenía esperanza de regreso; sin embargo, el destino era otro para él y como si su llave hubiese caído a un gran acantilado, esa puerta quedo cerrada para siempre, y entre pensamientos suplicantes y dictamines precisos, recomendó a las arañas proteger la puerta, al oxido asperjarse para blindar la aldaba; reveló al roedor la hendija del solar y a los blatodeos, que tanto lo hostigaron, el lugar más cálido de la casa; pidió estricto cumplimiento en no encender la luz cuando el murciélago estuviera por la sala, a las polillas que leyeran cada noche, uno a uno, sus poemas y sus cartas a las hormigas blancas, adobar la teca y el nogal; y por último, que estuvieran reunidos, cuando el polvo apacible reposara sobre los corotos de madera; pues, seguramente el viento en su habitual periplo, traería trozos de cenizas que volaron entre el aire, cuando fueron arrojadas en el mar.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales