Desde el estrado del aula de la facultad percibía su atenta mirada, insinuante y provocadora. Hacía tiempo que, desde la primera fila de pupitres, se esforzaba en llamar mi atención con medias sonrisas, contoneos y escotes cuidadosamente dispuestos. Me hallaba explicando estrategias evolutivamente estables en el mundo animal, concretamente la del cuco que, en ausencia de otras aves, deposita sus huevos en los nidos que éstas han construido. Han adquirido la habilidad de poner huevos miméticos a los de las aves parasitadas. Así, ahorran toda la energía que deberían emplear en la construcción de los nidos e incubación de sus crías.
Perdiendo la concentración, mi mirada se desvió hacia la bella ninfa que, desvestida con una insignificante falda, me mostraba por debajo de la mesa sus tersos y fibrados muslos. Ella se dio cuenta y separó de inmediato las piernas exhibiendo su magnífica vulva desnuda. La imagen de una mariposa de colores tatuada en su pubis rasurado se clavó, nítida, en mi retina. Turbado, continué mi exposición hasta terminar la clase.
La semana siguiente, al llegar al despacho, conecté el ordenador y descargué el correo. Todos los alumnos podían comunicarse electrónicamente con los profesores a través de sus cuentas académicas, perfectamente identificadas. Uno de los mensajes procedía de Ana Castro, la ninfa. Lo abrí. Sólo había la indicación de una clave y un enlace. Pinché y me dirigió al perfil anónimo de un portal, que abrí introduciendo la clave suministrada. En primer plano apareció la imagen de un hermoso coño con una mariposa tatuada en el pubis, la vagina abierta, inflamada, completamente embadurnada por los fluidos vaginales. Debajo, el mensaje: "Me he corrido pensando en tus huevones rebotando contra mi culo, tu lengua lamiendo mis tetas, tu polla tiesa dentro de mi chocha, follándome hasta reventar. Mañana, a las siete de la tarde, estaré en la antigua casa abandonada del jardinero, en el campus. La luz te marcará el camino. Desparrama toda tu leche sobre mi velo virginal."
¿Qué había querido decir con lo del velo? Las dudas me asaltaban, pero no pude resistir la tentación. Acudí a la cita. Había oscurecido, abrí la puerta y entré. El pasillo estaba tenuemente iluminado por dos hileras de velitas que marcaban un camino. Lo seguí hasta llegar a una habitación en cuyo centro había una cama cubierta con una sábana roja que colgaba hasta el suelo. Ella estaba tendida encima, completamente desnuda. Me acerqué lentamente. Entre la penumbra pude distinguir la mariposa debajo de su vientre. Un ligero velo blanco cubría su rostro. Comprendí enseguida. En la antigüedad, las mujeres iban al matrimonio tapando su rostro con un velo en señal de pureza. Me estaba ofreciendo su virginidad virtual. Yo la desfloraba corriéndome sobre el velo. El juego era muy imaginativo y excitante.
Jódeme -susurró.
Me desnudé rápidamente, doblé sus piernas separándolas y me coloqué de rodillas, sentado sobre mis pantorrillas, con los testículos pegados a su culo, los muslos apretando sus caderas, las piernas de ella arqueadas sobre las mías. Deslicé mis manos desde sus rodillas hasta las ingles, acariciando su piel tersa, sedosa. Mi miembro crecía paulatinamente y se erigía desafiante ante la mirada silenciosa de la mariposa. Sus dedos lo recorrían de arriba abajo, de abajo a arriba. Con la punta del dedo índice acariciaba el frenillo, seguía el contorno de la base del capullo describiendo repetidos círculos. Toda mi presión sanguínea se concentraba en el glande, que ardía como una brasa.
Mis yemas recorrían delicadamente la longitud de su raja. Los labios estaban entreabiertos. Apenas rozaba su piel de jugoso y dulce melocotón. Pellizcaba con mimo la unión de sus dos nalgas. Acariciaba su vulva, pubis, vientre, ombligo, costillas, tetas, cuello. Con los dos pulgares masajeaba las zonas contiguas de su clítoris alternando movimientos laterales, circulares y verticales. Tiraba de sus labios, que se abrían y cerraban. Ella inspiraba, retenía unos segundos la respiración y exhalaba a continuación todo el contenido de sus pulmones en un largo suspiro. Yo persistía estimulando una y otra vez aquella pepitilla respingona que aparecía y desaparecía frente a mí.
Su excitación iba en aumento. Agarró firmemente la verga y, tras restregar el capullo una y otra vez a lo largo y ancho de su coño, la introdujo dentro meneando las caderas arriba y abajo. El calor y humedad de su vagina penetró a través de los poros de mi piel. Inmediatamente, mis caderas reaccionaron acompañando el movimiento de las suyas. Inclinado sobre ella, los codos clavados en el colchón, observaba la figura moldeada por el velo a través del cual pasaba su aliento, una suave brisa que ascendía cálidamente hasta mi boca. Sus labios entreabiertos se perfilaban por debajo del fino tejido. Su vagina abrazaba por completo mi pene, que danzaba alegremente en su interior. El roce de nuestros cuerpos nos enardecía. Sus manos pellizcaban mis glúteos. Mis caderas basculaban, empujaban y se retraían al ritmo de nuestros gemidos, abrasados los dos, corriendo pendiente abajo por una senda sin retorno. Jadeando, exhausta, llegó al delicioso final del camino. Inmediatamente me incorporé, acerqué mi miembro a su cara y, entre espasmos de placer, dejé caer todo mi semen sobre el velo blanco.
Ella yacía completamente inmóvil. Tras unos momentos de calma, quietud y silencio absoluto, levantando una mano, apartó lentamente el velo. Su rostro quedó al descubierto. Me quedé helado. Era Julia Mora, mi más aplicada, estudiosa y brillante discípula. Mi mejor alumna.
¿Sorprendido? Vivo por y para el estudio, me paso horas y horas con la mirada clavada en los libros, sigo tus clases con devoción, mi mirada fija en tus labios, en tus ojos, en tu pecho, en tu sexo, intento impresionarte con los ejercicios que preparo con esmero y te entrego con la esperanza de que me dediques tu atención. Nunca lo he conseguido, todas tus miradas inflamadas se dirigen siempre hacia la más tonta, grosera y puta de las alumnas. Pues bien, tú mismo me diste la idea. La estrategia del cuco, esa tan válida como cualquier otra para sobrevivir en la naturaleza. Recuerdo tus palabras. Suelo ir con ella a una playa nudista. No fue difícil hacer una foto de esa almejita que te muestra a hurtadillas. Me di perfecta cuenta. Ella misma me lo confesó. Un tatuador hizo el resto. Tampoco fue difícil aprovechar una ausencia suya en la biblioteca para teclear en la cuenta abierta del portátil que tenía sobre la mesa y enviarte el correo. Después lo borré todo. Has picado profe.
Me había quedado sin habla. Prosiguió -¿Conoces la danza de la amantis religiosa?
Sin esperar respuesta, agarró mi pene, que pendía exangüe, y se lo llevó a la boca succionándolo con furia hacia el paladar. Me arrancó un grito mezclado de placer y dolor. Mamaba y llenaba su boca con el miembro que crecía avanzando hacia la garganta. Estaba poseída por un fragor animal. Mis músculos temblaban mientras ella chupaba y tragaba, tragaba, tragaba...
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