Al igual que millones de niños, al llegar la noche del 5 de enero Luisa prepara un recipiente con agua y a su lado coloca un pequeño montículo de pasto para que los camellos que llegarán en la madrugada sacien su hambre y su sed. Luego, en las penumbras del crepúsculo sale a la puerta de su humilde morada y coloca junto a la vianda un par de zapatillas como el antiguo ritual lo requiere. Las mismas son de lona roja, están ajadas a más no poder, con varios agujeros y desacordonadas.
Ha llegado la hora de dormir, se recuesta en su pequeña camita y en breve se ve inmersa en un profundo sueño. Su carita sonriente en la oscuridad de la noche señala que está sumida en un mundo distante del que la recibe cada mañana al despertar.
Con las primeras luces del alba abre sus ojos y sale disparada hacia la puerta de la casa. El recipiente con agua está intacto, lo mismo que el montoncito de pasto, las que desaparecieron fueron las zapatillas. Luisa mira hacia el cielo, sonríe y vuelve a ingresar a la casa para volver a su cama.
Horas más tarde, mientras camina por el ancho cantero del boulevard hacia la esquina en la cual mendiga jornada tras jornada, vuelve su vista al cielo y le agradece a los reyes por haberse llevado ese par de zapatillas tan feas. Luce orgullosa sus piececitos descalzos con las uñas coloreadas por un esmalte rojo carmesí que días atrás encontró revolviendo en un contenedor de basura.
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