Zapatos mojados

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Un sinfín de truenos que hacía temblar los vidrios de las ventanas del salón. Era una tormenta asesina, cargada de balas que mataban lo que se le cruzara en la mira. Años de sequía en la ciudad fueron sorprendidos esa mañana de enero con el agua que caía desesperadamente, sin piedad; como si tuviera un encargo criminal. El cielo se oscurecía con el correr de los minutos; no dejaba claridad entre las nubes y ni siquiera los pájaros se atrevían a volar. Ya nada había; sólo truenos y relámpagos que competían para imponerse y recordarle a la lluvia la autoridad que los identificaba. Cuando el sol intentó embellecer el paisaje, la lluvia empalagó el aire y provocó un viento tan fuerte que podía arrancar de raíz hasta el árbol mas viejo. El farol oxidado que todavía colgaba del poste en la esquina del bar se tambaleaba y ya estaba por despegar hacia el infinito incierto, pero una cadena fuerte, también oxidada, todavía lo mantenía unido a la argolla bien soldada del caño. Emanaba una luz tenue, bien tenue, casi infinita, amarilla, débil que encantaba la esquina. Parecía una postal en sepia de alguna fotografía de otro siglo. El ventanal del bar conservaba sus letras negras agigantadas con la palabra "cae"; la "f" se había borrado hace muchos años, después fue leyenda su desaparición y hoy ya nadie se acuerda el motivo.

Las alcantarillas no daban a basto el caudal de agua tormentosa. Venía con fuerza y se estrellaba en la rejilla. Desde la otra esquina, en picada, otro brazo de lluvia se desesperaba en su lecho del cordón de la calle y a gran velocidad arrastraba basura que recolectaba en el camino. Todo convergía en la rejilla que, a modo de filtro, decantaba los desechos y sólo permitía que pasara el agua ya sucia y turbia por su recorrido. Debajo de un toldo verde y viejo, pero sin agujeros, un hombre de unos cuarenta años observaba el panorama gris mientras fumaba un cigarrillo rubio. Tardaba en exhalar el humo y parecía que lo masticara sin que su mandíbula perdiera el ritmo. Tenía los zapatos mojados y disfrutaba cuando las gotas se unían en uno de los caños del toldo y caían al piso como si fuera un suicidio masivo y premeditado. Cada tanto sonreía cuando no tenía su cigarrillo en la boca. Un perro vagabundo se refugiaba en el alero de una zapatería de pocos clientes. Tenía un hall ancho y espacioso y podía albergar cientos de perros vagabundos. Su piso tenía baldosas blancas y negras, algunas sucias, como si fuera un tablero de ajedrez. En un rincón por debajo de una de las vidrieras que daba al hall, el canino aguardaba el fin de la tormenta, y ya resignado por su triste destino, dormitaba al lado de una botella de vino vacía y de un diario viejo y amarillento.

Un estruendo ensordecedor conmovió la esquina y la señora que tomaba un café junto al ventanal desvió su mirada hacia el cielo para comprender lo que sucedía, como buscando consuelo en las nubes que no dejaban de vomitar furiosamente la lluvia incesante. El perro levantó sus orejas y sus cejas casi al unísono sin abrir sus ojos y el hombre del cigarrillo hizo un leve paso hacia adelante, para escapar a la obstrucción del cielo por el toldo verde y viejo y también buscar explicación, quizás la misma que la señora del bar. La tormenta cesó después del mediodía y para la noche ya nadie se acordaba de los truenos. Las veredas se secaron tarde, tarde a la madrugada, casi a la mañana siguiente.

 

mna


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