la masa negra II

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Por primera vez en años, la madre estaba en paz. Había conseguido librarse de aquella muchacha petulante apenas sin esfuerzo. Hacía mucho tiempo que barajaba varias opciones, algunas más sangrientas que las otras, sin atreverse nunca a dar el paso; temía las represalias.
Pero inesperadamente, aquella noche, la bestia se la llevó. La fortuna la sonreía. No estaba acostumbrada a obtener recompensas gratuitas, por lo que se acomodó en su nuevo papel y después de limpiar la cocina se sentó en el sofá.
Por fin, podía gozar de un buen libro sin que ninguna voz insolente le taladrara el oído con miles de quejas y boberías.
Relajó su cuerpo, tumbado a medio lado con la cabeza apoyada en el cojín. Abrió su libro mejor libro, mil veces leído, y se zambulló en la realidad de la ficción.
No podía sin embargo entrelazar una frase con la otra. Una inusual inquietud se adueñaba de su cuerpo sin que ella la pudiera controlar. Se asustó, en parte, porque también se enfadó. Le sacaba de quicio que hubiera cosas que no pudiera controlar. Se levantó de un salto y se dirigió al baño a por un tranquilizante. No había nacido sentimiento que aquélla noche pudiera perturbarla.
Con paso firme cruzó el pasillo, cuando el aire gélido rozó su nunca. Se paró en seco. Algo no iba bien. Se acerco al cuarto de la niña y posó el oído en la puerta.
Oyó asustada dos voces. Pudo distinguir la voz de hija, y aunque era más aguda que antes, no dudó, era ella. Sin embargo, la otra no la conocía, sonaba alejada, cavernosa y profunda. Una voz asexuada, a ratos aguda a ratos grave.
Se alejó la mujer de un saltó y sin quitar la vista de la puerta, se impacientó. Dio una patada al suelo, frotó sus manos violentamente, y con un violento resoplido, intentó poner sus ideas en orden.
No podía creer que su hija todavía estuviera viva, y hablando, o mejor dicho, le pareció que intrigando con algún ser de las profundidades.
Reflexionó en la idea. Puede que aquella odiosa niña se hubiera camelado al mismísimo Satanás para que se vengara de ella. Se horrorizó, sabiendo, de sobra, que era capaz de eso mucho más.

Corrió hacia la puerta sin mirar atrás. Se iría lejos y jamás la encontrarían. Por un momento, al alcázar el pomo, pensó que no se abriría, en las películas nunca se abre.  Lo agarró fuerte, abrazándolo con todos sus dedos, giró lentamente con suave movimiento de muñeca y se abrió.

Ya estaba fuera. Agachó su cabeza, apoyó ambos brazos sobre sendas rodillas, y respiró. Se incorporó mientras que en su sonrisa aparecía la arrogancia. Nunca dudó de sus cualidades, se sabía inteligente y sagaz, pocos eran los que se atrevían a desafiarla, no iban a ser menos a aquellas gente del inframundo.

Llamó al ascensor, aprovechando la espera para colocarse bien los pantalones, estirar la camisa y atusar el pelo. Se encendió el botón de acuse, el ascensor había llegado. Sin embargo no se veía ninguna luz por la ventanilla. Abrió la puerta y maldijo al conserje, ese inútil prefería beber cervezas a escondidas que atender a sus tareas. Se adentró, enfadada, en la penumbra de la estancia apenas iluminada con la luz de emergencia. Palpó los botones con la mano. Tarea que se le hizo cada vez más difícil, por lo espeso del habiente. Al llegar al último botón lo apretó, mientras abría, grande, la boca en busca de un aire que no conseguía encontrar.
Se sentó al momento, temblando. Dobló las rodillas, metió la cabeza dentro y envolvió su cuerpo con los brazos. Se concentró en su escasa respiración.
 
Esperó la mujer, quieta, la llegada a un destino que sabía nunca iba a alcanzar.


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