Pequeño, delgado, supersticioso. Juan Peón soñaba cada noche que el boleto de la bonoloto que iba jugando desde hacía mucho tiempo, resultaba premiado. Oía claramente el tintineo de las monedas, y se veía tumbado sobre montones de fajos de billetes que le rodeaban por todas partes. Los vecinos que ahora lo despreciaban, le pedían dinero y le daban palmaditas en la espalda. Don Juan Peón por aquí; don Juan Peón por allá... Se veía un hombre importante. Un agradable cosquilleo le recorría todo el cuerpo. Esta sugestiva visión se repetía cada vez con más frecuencia. Pensaba que la suerte le estaba haciendo cosquillas. Creía ciegamente en el horóscopo que publicaba el periódico, y éste le decía que todos los astros estaban dispuestos de tal manera que, en un corto período de tiempo, se vería favorecido por la buena suerte. Entonces se rodearía de todos los lujos posibles, para envidia de sus familiares y amigos. Se compraría el coche más caro y se pasearía por el barrio para darle por los hocicos a todos los que ahora lo miraban por encima del hombro. Tenía la certeza de que muy pronto su sueño se cumpliría. Y se lo guardaba con el mayor de los secretos. No quería compartirlo con nadie. Y mucho menos con su mujer, que estaba ahora mismo echada como una vaca en el viejo sillón, frente a la tele, adicta al programa donde unas mujeres airean a gritos los trapos sucios de otras que no están presentes. Por no poder pagar un alquiler, vivían en el piso de su suegra.
El sol que entraba por la ventana le alumbraba la chupada cara de pómulos salientes. Soñando con la fortuna, sonreía con una mueca. Mostraba unos dientes amarillos donde faltaban algunas piezas de primera fila.
-¿Por qué me miras con esa cara de bobo? --lo fulminó su mujer con la mirada.
Trabajaba de peón albañil en la construcción de un gran centro comercial. Estaba en la séptima planta, con el casco bailando en lo alto de la cabeza y los pantalones acartonados por el cemento. Alcanzaba bloques y argamasa a Jacinto, el maestro de obra, que levantaba una pared guiándose por el hilo que venía de una a otra columna.
Aquella mañana Juan Peón aspiró satisfecho el aire fresco. Allá abajo, camiones hormigoneras rellenaban los cimientos. Los hierros sobresalían un metro por encima de la capa de cemento. Las grúas giraban sin cesar en el cielo.
A mediodía se detenía la actividad durante una hora para comer. La mayoría de los obreros traían sus comidas en tapes. Juan Peón se sentó en el suelo para devorar los fríos macarrones de su almuerzo.
Jacinto comía un bocadillo y una cerveza mientras ojeaba el periódico. A modo de comentario leyó en voz alta la noticia de que la bonoloto había caído en Tenerife. El premio era de dos millones y medio de euros. Inmediatamente y en silencio, comprobó los números del boleto que él iba jugando. Ni un solo acierto.
-¡Dos millones y medio de euros! ¡Quién los pillara!
Juan Peón sintió un retortijón en las tripas. Los macarrones se le atascaron en la garganta. Se acercó a la ropa que colgaba de un clavo, y extrajo el comprobante del boleto que iba jugando. Apenas sin voz, le pidió a Jacinto que le leyera los números que formaban la combinación ganadora.
-Siete, quince, veintiuno, veintidós...
Cada número era un campanazo que le hacía estremecer. ¡Todos los números coincidían con los de su boleto! Sintió un frío en el estómago y el suelo se movió a sus pies.
-¡Está premiado, Jacinto! ¡Soy rico! ¡Mira, compruébalo tú mismo...! --Tartamudeando le extendió el comprobante con mano temblorosa.
El maestro se levantó de un salto. Cuando comprobó que era cierto, dió un grito de alegría y se abrazó al peón albañil, levantándolo en vilo, sin poder contener su entusiasmo. Dieron brincos varias veces, repitiendo que era millonario.
Soplaba réfagas de viento que hacían remolinos en los alrededores de la grúa que se levantaba junto al edificio donde trabajaban. E inesperadamente, en el preciso momento en que Jacinto le devolvía el boleto a Juan Peón, una brisa traidora se lo arrebató de los dedos. El peón alargó los brazos, en un intento desesperado por alcanzarlo. Pero el papelito voló por encima de la pared de bloques en la que estaban trabajando y salió al exterior como una mariposa.
-¡¡¡No-o-o-!!!
Juan Peón se desencajó en el grito, viendo cómo su suerte se la llevaba el viento. Maldijo al maestro de obras y lo empujó con tanto nervio que estuvo a punto de lanzarlo al vacío. Varios bloques recién colocados en el tabique cayeron a la red de protección. De cuatro zancadas, subió a las plantas superiores por unas traviesas que hacían de escalera. Vio cómo su boleto premiado quedaba trabado entre los hierros entrecruzados del brazo de la grúa, y saltó a la torre con la agilidad propia de la desesperación.
Sentándose a caballo sobre la arista superior en forma de triángulo del largo brazo, avanzó temerariamente, con la mirada fija en el punto donde se había detenido el papelito.
Abajo todos los obreros le gritaban. Uno de los aparejadores ordenó al encargado de las maniobras de la grúa que deslizara el carro y lo situara debajo del hombre.
Juan Peón llegó hasta el boleto, estiró la mano y lo tocó con la punta de los dedos. Justo en el momento en el que atrapaba el boleto premiado, los cables de acero se tensaron, las poleas giraron, el carro con el gancho que sujeraba la plataforma le rozó los tobillos y el brazo de la grúa se movió, haciéndole perder el equilibrio.
Dió un grito de alegría cuando lo tuvo en sus manos, y otro de terror cuando se vio cayendo desde más de cincuenta metros.
Juan Peón murió en el acto, atravesado por los hierros y enterrado en el cemento fresco.
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Jueces, policías, arquitectos, aparejadores, encargados de la obra, obreros, amigos y familiares, preguntaron a Jacinto qué pudo haberle ocurrido a Juan Peón para que cometiera aquella locura. El maestro de obras dijo, con voz triste, a punto de llorar:
-Juan Peón estaba hoy muy nervioso. Protestaba por todo.Decía que su mujer le pegaba y que iba a quitar de enmedio uno de estos días. Pero nunca se lo tomé en serio. ¡Era un buen chico! ¡Una pena!
Cuando Jacinto salió de la caseta de dirección de obras, se palpó el bolsillo del pantalón donde había escondido el resguardo premiado con dos millones y medio de euros. Esbozó una torcida sonrisa. La jugada le había salido perfecta. Al comprobar que el boleto de su peón estaba premiado, lo sustituyó por el suyo, que no tenía ningún acierto. Cuando brincaban de alegría, lo soltó, aprovechando una ráfaga de viento. Juan Peón había perseguido el reguardo no premiado, creyendo que era el suyo...
Sacó un billete de avión y desapareció para siempre.
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