Han hablado filólogos, lingüistas y especialistas en el lenguaje sobre el poder de las palabras. Tienen una fuerza descomunal (no descubro nada), y aportan bagajes relativos o absolutos en función del medio empleado, del soporte en el que aparecen, y del contexto en el que son pronunciadas y/o escritas. Poseen un valor esencial, o no, según quién las pronuncia. Por ello se ha aludido recurrentemente al peligro que albergan. No obstante, creo que hoy en día el auténtico temor nos puede venir por el hecho de que ya no tengan el empuje o la energía que transportaban tiempo atrás.
La crisis, la etapa en la que nos encontramos, los comportamientos humanos, los fracasos, las frustraciones, o todo junto, nos han conducido a puntos de inflexión en los que parece que nada es lo que era. La increencia es el concepto imperante. En décadas pretéritas detectamos movimientos de gentes que se involucraban en un sistema o modelo dispar con el experimentado hasta ese instante quizá en el afán de cambio, o de llamar la atención, o de revolucionar los planteamientos en pos de un progreso societario. Las dinámicas de grupo vienen de una apuesta arriesgada por mejorar lo existente, que, en ciclos, entra en decadencia. Es normal que se persiga una mutación. Sin embargo, actualmente todo anda, más que nada, en una espiral de descrédito que deberíamos remediar.
Sería, por lo tanto, conveniente recuperar las buenas costumbres de interpretar lo que se dice y cómo se dice teniendo en cuenta las circunstancias y los condicionantes en los que no movemos, esto es, leyendo entre las líneas de los que cuentan la realidad. Es un esfuerzo, el que aquí defendemos, que no es baladí, pues todo se ha vuelto tan mimético y repetitivo que nos confundimos por ese valor inocuo que parecen despertar las palabras en una era de altibajos y de apreciaciones complejas y llenas de confusión.
Tanto es así que la ciudadanía, al ser preguntada al respecto, señala que cada vez se cree menos en las instituciones, en sus instrumentos de difusión y en las actuaciones que se hacen o que se subrayan que se llevan a cabo. Esto es preocupante, pues toda comunidad de vecinos precisa de elementos de referencia, y en la actualidad todo entraña, u ostenta, un relativismo a ultranza que comienza a dañar incluso las capacidades o los cimientos de la recuperación de la propia fe en nosotros mismos, que es lo principal para salir del atolladero en el que nos hallamos.
Recuperar conceptos y valores fundamentales
Un término que hemos utilizado en exceso, seguramente impelidos por la necesidad, es el de rescate. Lo económico, que todo lo inunda y lo puede, ha debido ser sometido a operaciones de recuperación que han generado todo tipo de eventos y de iniciativas, con resultados que van desde los negativos a los positivos, pasando por tránsitos, asimismo muy prolongados, de ingente incertidumbre. Las cartas, sobre la mesa o no, nos están llevando a metas o desembocaduras donde siempre el fin ha de ser la ciudadanía, y no sólo la mejora de las finanzas y de los grandes números. Pues bien: ese término rescate nos valdría estupendamente para aludir a la conveniencia de recuperar valores fundamentales perdidos, intereses mancomunados, así como experiencias de resolución de conflictos personales, profesionales y societarios.
Quizá ese valor dramático de la palabra rescate, ese concepto del cual nos hemos de valer y que denota precipitación y actuaciones contundentes, rápidas y con un coste alto, nos aparta un poco de la apreciación que deseamos aportar en este caso. La situación es de un nivel tal de ruptura y de competencia atroz y voraz que necesitamos tomar el timón de lo que sucede, en esta contemporaneidad alocada, con una contundencia que no admite dudas.
No puede haber retrocesos en todo lo que suponga cura del intelecto o del cuerpo, es decir, de lo físico y de lo espiritual. Hemos ganado mucho en las últimas décadas, con el sacrificio de un innumerable grupo de personas, como para perderlo ahora sin afrontar con gallardía los trasiegos en los que nos vemos involucrados.
Hay que rescatar (ése es el vocablo) muchas cuestiones básicas: es una misión obligada que sostengamos los valores asistenciales y sociales, la educación, la sanidad, la convivencia, así como la tolerancia, la paciencia y la cesión para lograr pactos globales y largos en el tiempo. Rescatemos, por favor, la confianza y la energía para salir adelante.
Debemos volver a tener claro que la Ley se ha hecho para servir al ser humano, y no éste para esclavizarse por coyunturas o estructuras injustas. La auténtica vocación, la llamada de genuino porvenir, nos ha de venir del corazón con una simiente racional y no extrema. Esto es lo lógico, como es evidente que lo primero que tenemos que rescatar es la dignidad en nosotros mismos, la de todos, sin exclusiones. Echemos una mirada. Si no logramos ese decoro, lo demás tampoco será posible.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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